Hannah Daniels siempre ha sido un poco más grande que otras mujeres, pero nunca se ha preocupado. Es feliz tal y como es. Al menos la mayoría de las veces. Pero por salud le recomiendan que empiece a hacer ejercicio. Y tiene al instructor perfecto en mente: Jordan Mathis, que hará sudar a Hannah… de más de una manera.
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1
—Viendo los resultados de estas pruebas, tenemos que empezar a hablar de cambios en tu estilo de vida —me explicó, sentada frente a mí la doctora Isaacs. Suspiró mientras escaneaba el contenido de mi expediente antes de lanzarme una mirada calculadora.
—Ya voy al gimnasio —argumenté. La mayoría de la gente suponía que no lo hacía, basándose únicamente en mi tamaño, pero a menudo caminaba en las cintas de correr o utilizaba las máquinas de pesas ligeras. No notaba ninguna diferencia, pero seguía yendo.
—Sé que lo haces, y ha sido una bendición que hayas intentado mantenerte activa. Pero tenemos que empezar a plantear un enfoque de todo el cuerpo —señaló la doctora echándome una rápida ojeada por encima del puente de sus gafas.
—Doctora Isaacs, lo entiendo. Soy una chica grande. Siempre he sido fornida. He intentado hacer dieta antes, y no funciona.
Mi peso había sido una conversación constante con todos los profesionales médicos y miembros de la familia desde que tenía uso de razón.
La pobre Han tiene algún kilo de más… Siempre la misma cantinela.
No era enorme, pero definitivamente no era delgada y nunca lo había sido.
—Creo que tenemos que hablar con un nutricionista y ponerte a hacer algo un poco más extenuante que caminar en la cinta un par de veces a la semana.
La palabra extenuante me hizo sentir vergüenza, pero sabía que para lograr resultados tendría que probar algo nuevo.
—No va a suponer una diferencia. Nunca ocurre. Estoy bien como estoy —señalé. Decir que estaba resignada a mi destino era un poco dramático: ya no quería complacer a todo el mundo.
—Puede que te parezca bien, pero la posibilidad de sufrir un ataque al corazón o un derrame cerebral antes de los cuarenta años será mucho más difícil de descartar —dijo la doctora Isaacs con el ceño fruncido.
No se había andado con rodeos, pero me pareció que estaba siendo un poco exagerada.
—No voy a tener un ataque al corazón —protesté. Mi voz salió un poco temblorosa, como si intentara convencerme de que los problemas de salud no eran inevitables.
—Tu colesterol es elevado, tus pruebas de esfuerzo indican que ya puedes estar desarrollando una obstrucción y tu porcentaje de grasa corporal está en el rango de la obesidad mórbida.
De acuerdo, tal vez estaba deslizándome en exceso hacia los límites de lo insalubre.
—No digo que debas comportarte como si fueras una supermodelo. Pero sí que tienes que tomarte tu salud más en serio —afirmó. La doctora Isaacs sonaba genuinamente preocupada, pero a mis veintitantos años me costaba mucho tomar aquella información en serio.
—Bien. ¿Qué tengo que hacer? —pregunté, y ella sonrió de inmediato.
—Tengo una lista de entrenadores personales que emplean programas que podrían adaptarse a tus características —dijo mientras tecleaba algo en el ordenador del escritorio.
—¡No! No quiero un entrenador personal. Siempre empiezan dar la turra sobre dietas keto y Atkins.
No me iba a meter en otra situación en la que un profesional del fitness —me sermonease sobre mis elecciones de estilo de vida.
—Algunos de ellos celebran sesiones en grupo. Podríamos empezar con eso y ver si te sientes cómoda —propuso. La ceja arqueada que dirigió en mi dirección indicaba que no iba a dejarme alternativa.
—Por favor, no quiero que me señalen. Odio ser la única gorda en esas clases y que todos me miren —rogué. Mi voz vaciló mientras respiraba profundamente.
—Voy a recomendar algunas sesiones de entrenamiento por intervalos de alta intensidad para empezar. Puedes ir a tu propio ritmo, tomártelo con calma.
Hizo que pareciera fácil, pero yo sabía que sería todo lo contrario. Tenía pinta de suplicio. Cualquier cosa realizada con alta intensidad me sonaba a tortura.
—¿Esto es realmente necesario? —pregunté, sabiendo que mi médico probablemente no cedería.
—Voy a ser honesta contigo, Hannah. Me preocupa que tu porcentaje total de grasa corporal te genere graves problemas de salud en el futuro.
Bueno, aquello fue siniestro. La doctora Isaacs prácticamente clavó la tapa del ataúd para acallar mi protesta.
—Le diré a mi enfermera que te dé la información de contacto del centro de fitness que creo que deberías visitar.
—Gracias —repliqué, suspirando. La doctora únicamente estaba tratando de hacer bien su trabajo. Yo lo sabía… pero no tenía por qué gustarme.
Un sonido de pliegues llenó la pequeña consulta mientras movía mis nalgas sobre el incómodo papel blanco en que estaba sentada. Mis nalgas desnudas y aparentemente demasiado grandes.
—Quiero que conciertes una cita de seguimiento para dentro de tres meses. Me gustaría controlar tu evolución. Nuestro objetivo es que no utilices medicamentos, si es posible.
Se levantó y asintió antes de desaparecer por la puerta de la sala de examen, que cerró tras de sí.
Me puse los leggings y el top suelto: aquellas prendas ocultaban multitud de pecados; además, no sentía la necesidad de arreglarme en exceso para ir a la consulta del médico.
—Toc, toc —llamaron. Una voz alegre sonó desde el otro lado de la puerta cerrada.
—Estoy bien —suspiré mientras mis dedos jugaban con la sábana sobre mi regazo.
—¿Hannah? —preguntó una morena alta y delgada que la cabeza con una tableta en la mano.
—Esa soy yo —respondí, esperando que mi voz no sonara demasiado amarga. Por supuesto, la enfermera parecía una supermodelo.
—Vale… te voy a dar la información de contacto de algunos entrenadores que creo que te vendrían bien. Personalmente, trataría de pedir asesoramiento a Jordan.
Me guiñó un ojo mientras me entregaba un paquete de información.
—Ehhhh… ¿hay alguna mujer entrenadora en esa lista? —pregunté mientras me mordía el labio. Los entrenadores de fitness masculinos me intimidaban.
A quién pretendía engañar… todos los entrenadores hombres me intimidaban, pero que un dios rebosante de abdominales y sudoroso me recordara lo fuera de forma que estaba no era mi idea de pasar un buen rato.
La enfermera Kellie asintió mientras señalaba un nombre a mitad de la lista.
—Sí las hay. Pero Jordan es probablemente el mejor. Ayudó a mi marido cuando salió del centro de rehabilitación tras su operación de hombro —me confió, con una pequeña inflexión de adoración en su voz.
Una razón más para alejarme de aquel Jordan.
—Entiende que la gente tiene vidas reales y trata de ayudarles a desarrollar un plan de acondicionamiento físico que les facilite mantener su compromiso.
—También podría ir a ver a esta… eh… —recorrí la lista hasta que encontré el primer nombre de mujer—. ¿Mallory?
—Podrías… —asintió la enfermera, haciendo una mueca —, pero dudo que haya ingerido un solo carbohidrato en los últimos diez años, así que puede que no sea tu estilo.
—Ya que todo lo que he comido han sido carbohidratos.
—Oye… —me dirigió una mirada de advertencia seguida de su habitual sonrisa despreocupada—. Todo el mundo tiene que empezar por algún sitio. Estoy orgullosa de ti por tener la mente abierta en esto.
No me sentía así, pero sabía que tenía que intentarlo.
Ser un poco gordita de adolescente había dado paso a ser muy gordita de adulta. Había sucedido tan lentamente que no lo reconocí como un problema hasta que aparentemente ya era un gran problema.
Un problema frente al que la doctora Isaacs esperaba que yo tomara el control.
—Estoy dispuesta a intentarlo. Pero el primero de esos 'entrenadores' que se burle de mis muslos y insinúe que buenos amigos se llevará una buena bronca.
Intenté parecer intimidante, pero ni siquiera me engañaba a mí misma y mucho menos a la enfermera Kellie. La primera vez que uno de aquellos entrenadores hizo un comentario crítico, supe que no volvería a poner los pies en un estúpido centro de fitness.
—Te prometo que Jordan no lo hará. Puede que te haga trabajar duro y te obligue a hacer ejercicios que realmente no quieres, pero nunca te avergonzaría —respondió Kellie mientras acariciaba mi mano con suavidad.
—Toma… este es un pase gratuito de cuatro clases. Sólo tienes que ir y probar primero. Luego puedes preocuparte de hablar con Jordan —me aconsejó mientras dejaba caer un pase de papel en mi mano.
Podía hacerlo. Se me daba bien pasar desapercibida.
—Estoy deseando ver hasta dónde has llegado cuando vuelvas dentro de unos meses —dijo con una sonrisa alentadora.
—Sin presión, ¿eh? —comenté. Le devolví la sonrisa mientras se levantaba y se dirigía a la puerta.
—Lo harás muy bien.
No estaba convencida de que sus palabras fueran sinceras, pero al menos intentaba animarme.
—Gracias —respondí en voz baja. . Todavía no estaba segura de todo aquel asunto. Pero tenía que hacer algo si no quería llenar mi botiquín con frascos de medicamentos.
Después de pagar, bajé por el ascensor hasta mi coche. Me había tomado la tarde libre en el trabajo, así que tenía unas horas para matar hasta la cena.
Mi nevera estaba bastante vacía; últimamente no me gustaba pedir comida para llevar y sabía que tenía que dejar de depender de otros para preparar mi comida.
—Ohhh… Allá voy, tienda de comestibles —mascullé. Obviamente me sentía entusiasmado con todo aquel proceso.
No estaba de humor para ver a todas las mamás en estupenda forma y a los tipos musculosos comprando en el supermercado saludable así que me detuve en el establecimiento más cercano a mi apartamento y recé por mí.
—Puedes hacerlo. Es sólo comida —me dije. Cogí una bolsa reutilizable del asiento trasero y me dirigí al interior.
Los productos frescos siempre me ponían ansiosa, así que me dirigí a la sección de congelados y cogí un paquete de judías verdes, lo que era un buen comienzo.
Entonces me dirigí al expositor de la carne y cogí un paquete de pechugas de pollo presazonadas. Podía comer las sobrantes para almorzar.
Lo siguiente fueron los huevos. Luego, el yogur: pasé por alto los que sabía que contenían mayoritariamente azúcar en favor del yogur griego. Podía hacerlo. Aquello no era tan malo.
Si evitaba los pasillos que albergaban las cosas que realmente quería comer, todo iría bien. Cogí un poco de leche, añadí un paquete de palitos de queso y me dirigí a las colas de la caja.
—Vaya, ¿en serio? —exclamé. Por supuesto, las chocolatinas tenía que tener un descuento irresistible… La zona de cajas caja era donde la tienda de comestibles colocaba todos los artículos para tentar a la gente.
Mi madre odiaba llevarnos al supermercado cuando éramos pequeños por la temida cola de la caja.
Qué mejor lugar para que un niño perdiera la cabeza que un estrecho y confinado pasillo lleno de caramelos y llamativos juguetes en miniatura.
Tal vez había otra fila con menos gente. De esa manera sería más fácil mantenerme alejada de la temida oferta de dulces.
—Joder —murmuré en voz baja mientras contemplaba a la gente inmóvil y con la mirada perdida mientras esperaban su turno en todos los malditos carriles.
Las cajas de autocobro no parecían mejor opción, y me encontré maldiciendo a todas las personas que deberían de estar currando a las tres de la tarde de aquel miércoles.
¿Qué hacía toda aquella gente allí? ¿No tenían un empleo?
Me uní a la cola y traté de evitar el contacto visual con las barritas de chocolate. No debía prestarles atención, o estaría perdida.
Mi teléfono se convirtió en mi distracción después de colocar la compra en la cinta transportadora. Podía hacerlo, todo iba bien.
—Mierda. Lo siento —levanté la cabeza al oír la voz de la agotada mujer que tenía delante. Llevaba en la parte delantera de su carro a un niño pequeño que parecía bastante orgulloso de sí mismo por haberse llenado las manos con chucherías.
—Oh… está bien. Mire… pásemelos y los dejaré en su sitio —le dije mientras extendía la mano hacia ella, tratando de no establecer contacto visual con la temida tentación.
—Muchas gracias. A este diablillo le encanta el chocolate —explicó. Su voz era tensa, y sabía que lo estaba pasando peor que yo en el pasillo de las tentaciones.
—¿No nos pasa a todos? —reí al ver cómo el niño entrecerraba los ojos al ver cómo me llevaba su botín ilícito.
—Es cierto. Gracias. Intentaré mantener sus traviesas manitas aquí arriba —dijo. Frunció el ceño mientras lanzaba a su hijo una mirada que pretendía intimidarle
El niño se rió mientras su madre le empujaba fuera de la zona de peligro y pasaba por delante de la cajera hacia el final de la cinta.
Retrocedí y traté de encontrar los huecos en los que había cogido los dulces, colocando suavemente las malvadas barras de caramelo de nuevo en su lugar.
Intenté no mirar demasiado las etiquetas ni imaginar a qué sabrían aquellas pequeñas; me limité a recolocarlas rápidamente.
—Mierda… —murmuré mientras me agachaba e intentaba recoger un paquete de tartaletas de mantequilla de cacahuete que se había caído al suelo.
Un par de zapatillas de tenis grises, grandes y muy gastadas, aparecieron en mi campo visual, y quise evitar invadir el espacio personal de la persona que estaba detrás de mí mientras alcanzaba el paquete.
—Un momento… déjame ayudarte —una voz profunda sonó cerca de mi oído cuando el hombre se agachó y cogió el paquete que me costaba alcanzar y lo puso suavemente en mis dedos—. Creo que esto es tuyo.
—Bueno… —me enderecé y sentí que mi cara se sonrojaba cuando el paquete se arrugó en mis dedos. Joder. Por supuesto, tenía que ser un hombre así de atractivo quien recogiera la bolsa de tartaletas de mantequilla de cacahuete a la que había estado intentando resistirme.
Era alto, con cintura ceñida, enormes bíceps que asomaban por las mangas de su camiseta de compresión ajustada de color azul marino, unos pantalones cortos deportivos oscuros que daban paso a unas pantorrillas de vello escaso y bien definidos y, por supuesto, las zapatillas de tenis grises ya mencionadas.
Su pelo castaño rojizo estaba un poco enmarañado; parecía que acababa de llegar del gimnasio o de hacer ejercicio al aire libre. Probablemente le gustaba correr.
Grupos de pecas cubrían el puente de su nariz y sus mejillas; también tenía algunas en sus antebrazos atractivamente musculosos.
—Gracias —deslicé. Mi cuerpo era hiperconsciente del perfecto espécimen de macho que había colocado un bote de proteínas en polvo, un paquete de espinacas y otro de filetes en la cinta detrás de mí.
Unos ojos verdes y cautivadores levantaron la vista de su teléfono y entraron en contacto con los míos, y me sonrió suavemente antes de reanudar el envío de mensajes.
Mi cara ardía cuando me di la vuelta y rogué que la cajera fuera más rápido. No me gustaban demasiado aquel tipo de situaciones.
El tipo en cuestión no volvería a fijarse en mí si me lo encontraba en otro lugar. La gordita nunca resultaba atractiva.
—¿Va a llevárselas? —oí decir. La joven cajera señaló el paquete de tartaletas de mantequilla de cacahuete que tenía en la mano, y las arrojé sobre la cinta como si estuvieran ardiendo.
—Yo… no… —balbucí. Pero un vistazo a la discreta sonrisa en el rostro del apuesto hombre detrás de mí zanjó el tema.
¡Daba comienzo el Proyecto Tartaleta de Mantequilla de Cacahuete!
Yo iba a por todas.
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2
—¿Que quieres que vaya adónde?
—¡Por favor! —le rogué.
—De acuerdo… vuelve atrás y explícamelo despacio.
Suspiré mientras me apoyaba en el mostrador, tratando de evitar el contacto visual con mi mejor amigo.
Parker vivía al otro lado del descansillo, pero acabábamos en el apartamento del otro la mayor parte del tiempo. A menos que tuviera novio: entonces sólo lo veía cuando salía a tomar el aire.
—Mi médico dice que estoy gorda.
—Chica, no puedes dejar que las opiniones de los demás te hagan sentir mal. Eres preciosa —señaló. Puso los ojos en blanco.
—Crees que debes decir eso.
Sabía que no era fea, pero siempre había creído que me juzgaban por no adecuarme a los estándares de belleza modernos.
—Bueno… pues lo cierto es que no. Lo haría si estuviera interesado en el tema femenino —se defendió. Hizo un gesto con la mano en dirección general a mis tetas y el tema femenino.
—En resumidas cuentas, te dijo lo mismo el año pasado.
—No. No exactamente —suspiré mientras respiraba profundamente y me preparaba para desahogarme con él.
—Explícate, entonces —arqueó una ceja y apoyó los codos en la barra de desayuno donde estaba sentado.
—Me dijo que. si no me pongo las pilas, voy a tener un derrame cerebral o un ataque al corazón antes de cumplir los cuarenta.
Noté cómo se me saltaban las lágrimas mientras se lo contaba, al saber que ser dejada con mi salud podía haberme puesto en peligro.
—Mierda… —murmuró. Su cara palideció mientras me miraba con preocupación.
—Sí…
—Así que quiere que vayas a esas sesiones para mejorar tu forma física, ¿no? —preguntó mientras se sentaba más recto en su taburete.
—Sí. O que contrate un entrenador personal, pero no quiero volver a hacerlo.
—Bueno… —puso los ojos en blanco mientras ambos recordábamos el último desastre—. No dejes que un cerdo te asuste. No todos los entrenadores son unos gilipollas integrales.
Levanté una ceja y crucé los brazos sobre el pecho. Aquello era algo que no me convencía del todo. Había conocido a bastantes entrenadores en los últimos diez años, y todos me trataban de forma diferente porque era una chica grande.
—Creo que es una gran idea —dijo entusiasmado mientras una sonrisa se expandía por su cara—. Va a ser durillo, pero creo que será bueno para ti.
—Entonces, ¿vendrás conmigo? —imploré mientras trataba de dedicarle mi mejor mirada lastimera.
—¡Ja! —se rió histéricamente, secándose los ojos antes de reacomodarse. Me contuve para no sacar a pasear la mano sobre la encimera y abofetearle.
—No estaba bromeando —aseguré. Se le demudó el semblante al ver lo grave que era el tema. Le necesitaba.
—¿En serio? Pero ¿por qué yo? ¡Ya voy al gimnasio! —argumentó. Las tornas habían cambiado y sonreí ante el tono de pánico de su voz.
—Exactamente, estás en forma… hasta cierto punto. Puedes ayudar a mantenerme motivada.
—Vaya, gracias… —frunció el ceño y se sentó, sus manos masajearon su parte delantera, deteniéndose en su vientre plano—. Es bueno saber que estoy en forma… hasta cierto punto. Me haces sentirme bien conmigo mismo.
—Yo soy un cuarenta y cinco por ciento tartaleta de mantequilla de cacahuete, así que a mi lado eres prácticamente Adonis.
Los dos nos reímos mientras señalaba mi vientre menos plano y me refería a mi mayor vicio conocido. Algunas personas se automedicaban con alcohol; yo lo hacía con chocolate y mantequilla de cacahuete.
—¿Cuándo se supone que vas a empezar? —aventuró. Parker aún no parecía convencido, pero parecía abierto a la idea.
—¿Mañana? —bajé la voz al ver la expresión de su cara agriada. Se lo había soltado a quemarropa; pero sabía que, si no empezaba pronto, no iría.
—Joder.
—Por favor… —puse morritos y mirada de cordero degollado. De ninguna manera iba a enfrentarme a aquel lugar sola. Necesitaba a alguien que me impidiera esconderme en los vestuarios.
—Me deberás una.
Todo mi cuerpo se relajó ante su aceptación.
—Dios mío… ¡gracias! —reboté alrededor de la encimera y le abracé.
—Acuérdate de esto cuando necesite a alguien que me ayude a quitarme un moscón de encima —se rió Parker mientras yo hacía una mueca. Ya me utilizaba para aquellas cosas sin necesidad de deberle favores.
—No me harás fingir que soy tu esposa otra vez, ¿verdad? —rememoré. Se rió me besó en la frente.
—Esa fue efectiva, pero probablemente no. No quiero que se sepa que me va el hámster.
Se estremeció y yo puse los ojos en blanco.
—Porque los chochos son aterradores.
Hizo una mueca los labios y asintió melindroso , lo que hizo que ambos volviéramos a estallar en carcajadas.
—Bueno… más o menos lo son. El equipamiento masculino es mucho más fácil de manejar —señaló. Hizo un tosco movimiento con la mano y yo negué con la cabeza.
—Sí… vosotros sois fáciles de complacer —concurrí. Tenía razón; la anatomía masculina era bastante sencilla.
—Y no hace falta hacer un curso avanzado de lenguaje de signos para que alguien nos haga corrernos.
—Dios mío, eres horrible —me reí aún más cuando Parker empezó a hacer movimientos de manos y caras vagas.
—Pero es verdad —insistió. La mirada de suficiencia en su rostro fue demasiado para mí. A menudo habíamos tenido conversaciones sobre el hecho de que salir con hombres era mucho más fácil que tratar con mujeres.
No obstante, la tumultuosa vida amorosa de Parker le había causado bastante quebraderos de cabeza en un pasado no muy lejano. Los hombres homosexuales podían ser tan dramáticos como las mujeres.
—Lo que sea… entonces ¿te apuntas? —inquirí. Puso los ojos en blanco ante la pregunta, pero sabía que lo tenía.
—Sí… —Parker suspiró y apoyó su cabeza contra la mía—. Iré. No me va a gustar. Pero iré contigo. Tal vez termines con un instructor sexy.
—Soñar es gratis.
***
Parker llegaba tarde… y yo iba a matarlo. No quería entrar sola, pero faltaban cinco minutos para mi cita.
Mis dedos volaron por la pantalla de mi teléfono mientras le enviaba un mensaje rebosante de pánico.
Apagué el motor del coche y me quedé sentada durante unos instantes antes de coger mi bolsa de deporte del asiento del copiloto. Ya tenía puesta mi ropa de gimnasia, pero sabía que en la mayoría de los sitios no les gustaba que usases calzado de calle en sus cintas de correr.
Mi cuerpo temblaba literalmente mientras caminaba por el aparcamiento hacia la entrada principal. Aquellos lugares me ponían de los nervios.
Aquel no era uno de los grandes gimnasios a los que solía acudir. En aquellos locales tan amplios podías ser anónimo. Podías esconderte tras una máquina en un rincón y nadie se fijaba en ti.
Los entrenadores personales que vagaban por allí hacía tiempo que me habían dejado en paz, sabiendo que mi velocidad nunca pasaba de cinco, y mi inclinación era la misma. Sabía de lo que era capaz, y sólo estaba allí para acumular una cifra de pasos y volver a casa.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó la hermosa y ágil rubia, vestida con ropa de gimnasia negra y con una coleta alta, desde detrás del mostrador.
—Eh… —vacilé. Había una supermodelo increíblemente en forma hablándome. No debería estar allí.
—¿Tiene usted cita? —me miraba expectante y daba golpecitos con sus uñas excesivamente cuidados en el mostrador.
—Yo…
—¿Hola? —agitó su mano frente a mi cara, y parpadeé lentamente mientras intentaba reaccionar.
—Mallory, dale un respiro —intervino otro entrenador increíblemente buenorro.
¿Me estaban tomando el pelo? Seguro que una concentración de gente tan atractiva en un mismo lugar no era normal. ¿Dónde estaban los entrenadores con cara de mantequilla? Los de los cuerpos en forma y las caras normales. Quería ir allí.
—¿Puedo ayudarte, cariño? —me preguntó mientras se inclinaba sobre el escritorio y lanzaba una sonrisa asesina en mi dirección. Tenía pelo rubio oscuro ondulado y unos dientes extremadamente blancos.
Su voz era profunda y seductora, con un leve acento sureño; aquel hombre sabía exactamente lo atractivo que era. Sus anchos hombros se estiraban bajo una camiseta negra de compresión con el logotipo del gimnasio estampado en la parte delantera.
—Yo… eh… ¿soy Hannah? —logré decir. Mis dientes se apretaron por la vergüenza después de tartamudear una respuesta semicoherente.
—¿Estás segura? Eso ha parecido una pregunta, cariño —opinó. Su sonrisa divertida creció mientras yo sentía el calor aumentar en mis mejillas.
—Sí… sí. Quiero decir que sí. Mi nombre es Hannah… Daniels.
—Lárgate, Mal. Yo me encargo —le dijo a la supermodelo mientras la apartaba del ordenador—. Ve a prepararte para tu clase.
—Bien. Lo que digas —replicó ella. Su tono era aburrido. Arqueó una ceja en mi dirección y me miró de arriba abajo. Se dirigió a la puerta abierta del despacho y desapareció.
Sentí que por fin podía respirar sin que me observara fijamente.
—Soy Tyson, pero todos me llaman Ty —se presentó. Sonrió mientras empezaba a sacar unos documentos y a ponerlos en un portapapeles—. Así que… Hannah Daniels. ¿Qué puedo hacer por ti?
Mi mente estaba en blanco.
Estaba pensando en él haciendo cosas, pero no cosas relacionadas con el fitness… bueno… habría sudoración de por medio, pero… ¡Oh, Dios, Hannah…! El hombre atractivo estaba hablando. Debía prestarle atención.
—¿Qué te parece? —preguntó al terminar de comentar algo que se me había escapado por completo.
—Eh…
—Hannah, relájate —me aconsejó. Asentí lentamente y mis ojos se desviaron hacia la manera en que su camiseta de compresión se pegaba a sus pectorales y bíceps—. Mis ojos están aquí arriba, cariño.
Mierda. Me ha pillado. Céntrate, Han.
—Lo siento. Es que estoy… nerviosa —expliqué. El tono de mi voz alcanzó un nuevo nivel mientras intentaba aplacar algo de mi mortificación.
—Eso está perfectamente bien. Todos hemos tenido que estrenarnos.
¿Qué había dicho? ¡No! ¡No en aquel sentido! Hannah la malpensada…
Mi mente había llevado su declaración al lugar equivocado. Necesitaba sacar mi cabeza de la sordidez, pero su actitud relajada era tan increíblemente atractiva como su afilada mandíbula y su físico musculoso.
—Supongo que es tu primera vez —preguntó mientras cogía algo de la impresora que había debajo del escritorio.
¿Si era mi primera vez haciendo qué?
—Nooo… —mi voz alargó la vocal más de lo que pretendía y él volvió a sonreír. Debía de pensar que yo era la mayor idiota del planeta.
—¿Así que has asistido a una sesión aquí antes? ¿Cuál es tu número de teléfono? —pidió automáticamente mientras sacaba la bandeja del teclado oculto y posaba sus dedos sobre las teclas—. Podemos buscarte en el sistema.
—Bueno… no. No voy a aparecer.
—Vale… De acuerdo —parecía tan confundido como me sentía yo con todo aquel absurdo intercambio.
—Es la primera vez que vengo —reconocí. Mi voz sonó apresurada mientras trataba de explicarme—. He participado en sesiones, pero no aquí.
—Entiendo. Volveremos a eso más tarde. ¿Por qué no coges este portapapeles y cumplimentas los datos de admisión? —propuso. Me colocó el portapapeles en las manos y señaló unos bancos alineados a lo largo de la pared.
—Vendré a ver cómo estás en unos minutos, preciosa. Siéntate y rellena eso.
—Muy bien… —acepté. Tomé asiento a un lado, junto a la pared, y comencé a rellenar la hoja. Era todo lo habitual. Nombre, dirección, número de teléfono, correo electrónico, persona de referencia…
Luego vino lo más difícil, lo que nadie quería que quedara registrado en un papel que no fuera un informe médico confidencial.
—Peso. ¡Mierda! —murmuré mientras mi bolígrafo se quedaba inmóvil al lado de la pequeña línea negra sin pretensiones.
—¿Tienes alguna pregunta? —Ty estaba apoyado en el mostrador, con un bolígrafo en la mano, observando casualmente cómo completaba el papeleo.
Para la mayoría de la gente, aquella era probablemente la parte más fácil. Simplemente rellenaban sus datos como si en realidad no les definieran.
—No… estoy bien. Gracias —me escaqueé. Respiré hondo y garabateé el número en cuestión en el papel. Nunca me había molestado que mi peso tuviera tres dígitos en lugar de dos, pero aquella vez me quemaba un poco.
Estar en aquel lugar me tenía al límite y me había quitado toda la confianza que había tenido en mi cuerpo antes de acudir y empezar a ver especímenes perfectos.
El resto de la hoja era razonablemente fácil de rellenar, pero no estaba segura de qué poner en la línea de problemas médicos.
¿Tenía el colesterol alto y la tiroides lenta? ¿Importaba? Seguramente buscaban cosas que afectaran al entrenamiento. Por eso odiaba aquel tipo de sitios. Querían conocer todos tus secretos.
—¿Estás lista para mí, Hannah? —me interpeló Ty. Ni siquiera me había dado cuenta de que se había sentado a mi lado. Instintivamente, sostuve el portapapeles contra mi pecho.
—Sí… estas cosas son las peores. Pero tenemos que saberlo todo para poder establecer objetivos realistas para cada sesión. No queremos que la gente se queme o se lesione por ignorar algún dato.
Me relajé un poco y él fue a coger la tablilla, pero la volví a pegar contra mi pecho.
—No te preocupes… esto sólo lo sabrán nuestro personal y el ordenador. Nunca compartiremos nada aquí sin tu permiso.
—¿Todo el personal? —exclamé. Mis ojos se desviaron hacia donde la supermodelo se había escapado rumbo a la oficina. Parecía ser de las que juzgaban.
—Todos somos discretos. Nuestro trabajo es apoyarte; queremos animarte. Tu éxito es nuestro éxito —explicó. Sonó sincero mientras arrebataba suavemente la hoja informativa de mi mano.
—Tampoco es un secreto que estoy fuera de forma —murmuré, bajando la cabeza.
Colocó su dedo debajo de mi barbilla y me levantó la cara. Sus desarmantes ojos azules me miraban con un poco de fuego en ellos.
—Nada de esas tonterías en este sitio, cariño. Eres hermosa, y creo que eres muy valiente al venir aquí sola.
Mi corazón se aceleró ante la cantidad de pasión en su voz. No esperaba que alguien con su aspecto fuera tan solidario.
—Lo harás bien.
Asentí y me giré hacia él mientras entraba en detalles sobre los servicios que ofrecía el centro y el equipo que utilizaban.
—¿Tienes alguna pregunta para mí, Hannah?
—No… creo que estoy bien. Vendré a preguntar, si se me ocurre algo.
—Genial asintió con una sonrisa—. ¿Estás lista para ponerte el pulsómetro y afrontar tu primera sesión?
—¿Ahora mismo?
Asintió sin dejar de sonreí.
—Para eso estás aquí, ¿verdad? —preguntó mientras su sonrisa crecía—. Vamos, será divertido. Mallory tiende a ser rigurosa, pero es una buena entrenadora.
Mi corazón empezó a latir con fuerza cuando le seguí hasta el escritorio y me colocó un monitor de frecuencia en el antebrazo. Me rozaba un poco la piel, pero supuse que lo necesitaban para seguir mi evolución.
—¿Estás lista para darle caña?
No, no lo estaba. Estaba bastante segura de que aquello iba a acabar conmigo.
Entonces volvería de entre los muertos y asesinaría a Parker por obligarme a hacer aquello sola.
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