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La fuerza de la rosa

Tras la muerte de su padre, el rey, Deanna se encuentra en una peligrosa situación. Es una princesa bastarda, y su madrastra, la reina Rosaline, y su hermanastro, el príncipe Lamont, harán todo lo posible para conseguir expulsarla de la corte. Sola y sin nadie que la proteja, Deanna empieza a temer por su vida. Pero cuando empiezan a llegar los pretendientes para cortejar a la reina Rosaline, Deanna conoce a un apuesto forastero de una tierra lejana que puede ofrecerle la salvación que busca…

Calificación por edades: 18+

Autora original: Audra Symphony

 

La fuerza de la rosa de Audra Symphony ya está disponible para leer en la aplicación Galatea. Lee los dos primeros capítulos a continuación, o descarga Galatea para disfrutar de la experiencia completa.

 


 

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1

Resumen

Tras la muerte de su padre, el rey, Deanna se encuentra en una peligrosa situación. Es una princesa bastarda, y su madrastra, la reina Rosaline, y su hermanastro, el príncipe Lamont, harán todo lo posible para conseguir expulsarla de la corte. Sola y sin nadie que la proteja, Deanna empieza a temer por su vida. Pero cuando empiezan a llegar los pretendientes para cortejar a la reina Rosaline, Deanna conoce a un apuesto forastero de una tierra lejana que puede ofrecerle la salvación que busca…

Calificación por edades: 18+

Autora original: Audra Symphony

DEANNA

Deanna se estremeció cuando una espina del tallo de una rosa le atravesó la delicada piel.

Un sabor metálico impregnó su lengua al llevarse el dedo a los labios para intentar curar la herida.

No era normal que le sucediera algo así, pero las nubes que se arremolinaban encima suyo y el sonido de un suave trueno desviaron su atención.

No había lugar en el mundo, creía ella, más tranquilo que los jardines de los terrenos de su querido castillo, pero el cielo que se oscurecía en lo alto contaba una historia diferente.

Se giró alarmada cuando oyó el tintineo de una campana.

Algo va mal.

Deanna vio a su fiel sirvienta, Mary, corriendo hacia ella, llamándola frenéticamente.

Se quedó sin aliento cuando consiguió alcanzar a la princesa, pero logró hablar.

—¡El rey! ¡Tu padre, el rey!

Deanna palideció.

Sin esperar otra palabra, la princesa dejó caer sus tijeras y se apresuró hacia el castillo.

Llegó a los aposentos de su padre.

Llamó suavemente, temiendo lo que encontraría dentro.

—Entra —dijo una voz severa.

Deanna entró en la habitación y realizó dos reverencias en dirección a la gran cama.

La única luz de la sala provenía del fuego que se extinguía.

Deanna se estremeció. Incluso las llamas parecían frías.

—Mi adorable Deanna —susurró su padre a través de las cortinas del dosel. Se veía tan pequeño en esa gran cama.

—¿Cómo estáis, padre? —preguntó Deanna.

—¿A ti qué te parece, estúpida? —le contestó la voz que la había hecho entrar—. Se está muriendo.

Deanna se volvió hacia la mujer sentada junto a su cama. Llevaba un lujoso vestido rojo y joyas que brillaban a la luz del fuego alrededor del cuello.

—Hola, reina madre —respondió Deanna. La reina se giró hacia su marido.

—Padre, le he traído flores frescas —dijo Deanna, acercándose a un jarrón.

Quitó un arreglo viejo y marchito y lo sustituyó por las rosas recién cortadas.

La reina dejó escapar un delicado estornudo y se cubrió la nariz con un pañuelo.

Deanna reprimió una sonrisa.

—Gracias, mi vida. —El rey sonrió.

Le tendió la mano y Deanna abandonó las flores para acercarse a él.

Los dedos de su padre se movían entre los de ella, su agarre apenas era una sombra de esas fuertes manos que solían sostenerle la cabeza cuando Deanna era una niña.

—Siempre has sido más hija de las flores que mía —se rió el rey.

Deanna tuvo que acercarse para oírle hablar. Nunca lo había visto tan débil.

Ya me siento sola.

—Es una bendición ser hija de un rey como usted, padre. —Deanna sonrió, intentando disimular su preocupación.

La reina le dirigió una mirada de disgusto.

—Mi reina. —El rey se volvió hacia ella—. ¿Podría darnos un momento? Me gustaría hablar con Deanna a solas.

—Claro. Debo ocuparme de los sirvientes —respondió ella, levantándose—. Alguien debe dirigir esta casa.

Deanna agradeció la privacidad.

La puerta se cerró un poco más fuerte de lo necesario. Deanna se quedó mirándola un momento.

¿Siempre me odiará tanto?

Siento que hayas crecido con tanta dureza —dijo el rey, llamando de nuevo la atención de su hija.

—No, padre —respondió Deanna, apretando su mano—. He tenido más de lo que cualquier princesa bastarda podría merecer.

Su padre frunció el ceño al oír la palabra “bastarda”.

—Eres mi hija y una princesa legítima tanto como cualquiera de tus hermanas —le aseguró el rey.

Era, en efecto, un rey y un padre generoso.

Sin embargo, Deanna no era hija de la reina, por lo que siempre fue considerada como la hija bastarda del rey Harold Harrell de Albarel.

—Lo que más me preocupa eres tú —continuó el rey.

—¿Por qué?

—No estaré por aquí mucho tiempo…

Incluso ahora, tuvo que dejar de hablar para tomar una bocanada de aire, y Deanna aprovechó esa oportunidad para interrumpirlo.

—Padre, no debes decir esas cosas. —Mientras hablaba, el corazón de Deanna se le encogía en el pecho.

Llevaba semanas enfermo y en los últimos días había empeorado.

Los médicos del castillo no sabían cómo ayudar a su rey.

—Calla, Deanna, y déjame terminar —respondió el rey.

—Sí, Su Majestad.

El rey levantó una mano para acariciar su mejilla. —No estaré por aquí mucho tiempo.

Otra pausa.

Mirando a los ojos de su padre, Deanna supo que tenía razón. Era como ver la llama vacilante de una vela consumiéndose hasta el final de su mecha.

Nunca lo había visto tan débil.

Me rompe el corazón que esté en ese estado.

Pero, por Dios, temo lo que viene cuando ya no esté.

El rey continuó: —Como sabes, la reina gobernará hasta la coronación de tu hermano Lamont.

El príncipe Lamont la detestaba tanto como la reina, aunque Deanna nunca entendió por qué. El resto de sus hermanastros la trataban como si fuera una más de la familia.

Hacía tiempo que Deanna había renunciado a desarrollar una relación cálida con la Reina Madre, pero aún mantenía la esperanza de que Lamont fuera ablandando su corazón a medida que madurara.

El príncipe era el siguiente en la línea de sucesión al trono, pero no podía gobernar hasta cumplir los veinticinco años, lo que significaba que la reina sería la única gobernante durante cinco años si el rey Harrell moría.

Deanna contuvo las lágrimas mientras su padre hablaba.

—Rosaline nunca me ha perdonado por enamorarme de tu madre…

Deanna permaneció en silencio. Su padre rara vez mencionaba a su madre, y cuando lo hacía, ella se aferraba a cada sílaba.

—Me temo que lo pagará contigo cuando yo ya no esté —terminó, cerrando los ojos mientras se tomaba un respiro tras el esfuerzo de hablar.

La historia de Deanna era conocida por los sirvientes, los aldeanos… por todos.

La madre de Deanna fue una de las damas de compañía de la reina Rosaline.

Ella y el rey se enamoraron e iniciaron un romance.

A la reina no le importó la infidelidad, pero su amor mutuo fue inaceptable.

El amor era mucho más poderoso que una simple aventura.

La reina era inteligente, y sabía que el amor le otorgaba poder a aquella mujer.

Intentó desterrar a la madre de Deanna de la corte, pero el rey no lo permitió.

Era demasiado tarde.

Estaba embarazada.

Cuando la madre de Deanna murió durante el parto, en lugar de enviar a la niña a sus parientes, como era habitual, el rey la reclamó y la llamó Deanna.

Para proteger la línea de sucesión, la reina quiso asegurarse de que su hijastra fuera enviada a un convento cuando tuviera la edad suficiente.

Pero el padre de Deanna no solo no estuvo de acuerdo, sino que nombró a su hija heredera como sus hermanos.

Deanna se encontró en una posición inusual, ya que, aunque era heredera del rey e igual a sus hermanos, a ojos de los demás seguía siendo una hija ilegítima según la ley tradicional.

El reino llamaba a Deanna la “princesa bastarda”, un título que conoció muy pronto.

Al crecer, Deanna se convirtió en una niña muy especial.

A menudo acompañaba al rey a la aldea que rodeaba el castillo.

Los aldeanos se enamoraron de su belleza y generosidad. O eso le decían cada vez que podían.

Deanna pasó todo el tiempo que le permitieron aprendiendo de los curanderos sobre los remedios que utilizaban para ayudar a los enfermos.

Quería saber los ingredientes de cada bálsamo y dónde podía encontrar las plantas con las que se elaboraban.

Convenció a los jardineros para que plantaran todas esas útiles hierbas en los terrenos del castillo, donde las cuidaba y cosechaba para ayudar a todo aquel que lo necesitara.

Ahora, todavía se escapa al pueblo a veces para ayudar en el hospital.

Deanna volvió a centrar su atención en su padre, que había vuelto a abrir los ojos e intentaba continuar su conversación.

Volvió a acercarse.

—He enviado cartas a los reinos vecinos en busca de un marido para ti —le dijo el rey—, para llevarte lejos de aquí, para que puedas vivir tu vida segura y feliz.

—Pero, padre, usted sabe que ningún noble querría casarse conmigo —respondió Deanna.

Nunca entiende que el mundo no me ve como él.

No soy una pareja deseable para nadie.

No debes quedarte aquí, Deanna —insistió su padre.

—Pero Albarel es mi casa —respondió.

Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas mientras Deanna se imaginaba el reino sin su padre.

—Tu casa puede ser pronto un lugar peligroso para ti. Eres producto del amor, no del deber. Como tal, eres una amenaza para la reina, lo entiendas o no…

—Y aunque es mi esposa —continuó—, no se apiadará de la hija de un vientre ajeno. Y tengo razones para creer que Lamont será peor.

—Es joven e imprudente, y no muestra la misma moderación que su madre. Presta atención a mi advertencia, niña. Debes tener cuidado.

—Lo haré, padre —prometió Deanna. Lo abrazó con fuerza, sintiendo sus huesos a través del camisón.

—Te quiero —susurró ella, intentando calmar sus emociones.

—Lo sé, mi vida —respondió su padre.

Ambos se sentaron en silencio mientras la respiración del rey se hacía más agitada con cada inhalación.

Deanna temía que ésta fuera la última conversación que tuviera con su padre.

Sabía que le había comunicado todo lo que quería que supiera y, sin embargo, deseaba tener más que decir.

Como si la urgencia de un último mensaje pudiera retrasar su muerte un día más.

Poco después, los médicos del rey echaron a la princesa de la habitación.

La reina había estado esperando fuera, junto con Lamont. Estaban al acecho en el pasillo, justo delante de la puerta de la alcoba del rey.

La reina fingió estar inspeccionando los daños en uno de los tapices que colgaban allí, pero Lamont estableció un contacto visual directo con Deanna mientras salía de la habitación.

¿Por qué su presencia siempre me da escalofríos?

Mientras Deanna pasaba junto a su madrastra, secándose las lágrimas de los ojos, la reina habló en voz baja.

—Las cosas van a cambiar, Deanna. Espero que estés preparada.

***

BIANCA

Lejos del norte, en el reino de Summoner, un mensajero se inclinó para entregarle un pergamino enrollado a una mujer delgada y anciana de pelo blanco como la nieve.

—Gracias, Peadar —dijo Lady Bianca, cogiendo el pergamino y rompiendo el sello de cera de Albarel que lo mantenía cerrado.

Se oía por todas partes que el rey Harold Harrel estaba enfermo, y Bianca suspiró al pensar en la muerte del amable y gentil gobernante.

Desplegó la carta. Sus ojos recorrieron la página.

…así que debes entender el apuro en el que me encuentro. Te llamo en mi momento de necesidad. Tu hijo no podría encontrar una esposa más dulce si buscara entre los ángeles del mismísimo cielo…

La puerta de la sala del trono se abrió y la mujer dejó de leer.

—Hola, tía. ¿Cómo estás? —la saludó su sobrino despreocupadamente, pasándose una mano por el pelo rubio.

—Hoy estoy bien.

—¿Qué es esa carta?

—Nada que te concierna.

Se rió, pero su ceño se frunció ligeramente ante su evasiva.

Volvió a llamar a su criado, que entró rápidamente y se acercó al trono.

—Quema esto —le dijo Lady Bianca, devolviéndole el mensaje.

Se compadecía de la situación de la joven, pero el bienestar de su familia es lo primero.

La princesa bastarda tendría que enfrentar su situación sola.

 

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2

DEANNA

Deanna estaba sentada en su asiento de la ventana.

Poco después del fallecimiento del rey, la reina había afirmado que una princesa bastarda no merecía una habitación tan fina como la suya.

Deanna y sus pertenencias fueron trasladadas a una pequeña habitación de la Torre Oeste, normalmente reservada para cuando había muchos invitados.

La habitación era sencilla, incluso monótona. Pero lo que más le preocupaba a Deanna era su soledad.

La última vez que hubo gente en la torre fue durante el funeral del rey.

Desde entonces, Deanna estaba prácticamente aislada.

Ningún pretendiente había venido a por ella. Parecía que el plan de su padre había fracasado.

Deanna sabía, por supuesto, que así sería.

¿A quién podría haber escrito el rey? ¿Quién podría querer una esposa bastarda para su hijo?

Su destino era ser por siempre una marginada, pero no tenía por qué deshonrar también a los demás.

Aunque la reina no podía negarle a la princesa su derecho de nacimiento, sí podía desterrar a Deanna a su habitación para no tener que verle la cara.

Llamaron a la puerta y la sirvienta de Deanna entró para prepararle el fuego.

Deanna siempre sintió que había un vínculo entre ellas.

Con un pasado trágico, Mary quedó huérfana a una edad temprana y fue enviada a trabajar a la casa real.

Deanna creció bajo su cuidado, y siempre creyó que el afecto especial de Mary por ella surgía de la experiencia mutua de haberse quedado sin madre.

La sirvienta incluso le había confiado a la princesa alguna vez que había conocido a su madre cuando era dama de compañía.

Era tan raro para Deanna oír hablar de su madre que, de pequeña, le había dado por seguir a Mary en más de una ocasión.

Ahora, por supuesto, se veían con menos frecuencia, pero seguían disfrutando de su compañía.

Mary era una mujer parlanchina, que a menudo ponía a Deanna al corriente de las travesuras de su hijo pequeño o le transmitía los chismes del castillo.

Su amabilidad era inestimable.

Pero hoy su sirvienta, Mary, tenía prisa y no podía quedarse a charlar.

Sin embargo, justo al marcharse Mary, Deanna fue interrumpida de nuevo.

—¡Deanna! —llamó una voz juvenil.

Se acercó a la ventana al oír su nombre.

—¡Lilia! ¡Trina! ¿Qué hacéis aquí arriba? Ya sabes que la Reina Madre no lo permite —les regañó Deanna.

Sus hermanas menores se parecían a su madre.

Eran adorables, con dulces sonrisas y cabellos de seda.

Las princesas eran amadas por el reino, con personalidades que rivalizaban con sus rostros.

La reina, sin embargo, no era tan estimada como sus hijas. El pueblo de Albarel nunca había confiado en ella.

La reina Rosalina no se relacionaba con sus súbditos como solía hacer el rey, ya que los consideraba una chusma a la que había que gobernar y no una comunidad a la que había que cultivar.

Lamont, heredero del trono, había salido a su madre. Siempre parecía estar al acecho, rondando el castillo como un espíritu maligno.

—Deanna —Trina la abrazó cuando entró en la habitación—, ¿por qué no estuviste en la comida, ni en la cena de anoche? ¿Ni en la anterior? Ni en la anterior, ni en la anterior, ni…

—¡Trina! —Lilia miró fijamente a su hermana menor—. Ya te conté que no se le permite comer con la familia real.

—¡Pero ella es de la familia real!

—Deberíais volver antes de que alguien os pille aquí —les advirtió Deanna.

—Sólo queríamos darte esto —dijo Lilia, entregándole una carta sellada.

Las cejas de Deanna se arquearon en señal de confusión.

—Es de Helena —le explicó Lilia.

Por supuesto.

Si Lilia y Trina fueran sorprendidas en la Torre del Oeste, recibirían un sermón disciplinario, incluso tal vez una bofetada cada una.

Pero si pillaran a Helena, su castigo sería mucho más severo.

—¿Cómo está ella? —preguntó Deanna.

Helena era sólo cuatro años mayor que Deanna, pero todas la miraban para que las guiara. Era la mejor amiga de Deanna.

—Ayer conocimos a su prometido —soltó Trina, intentando ser la primera en dar la noticia, como siempre.

—¿Sí?¿Os gustó Francis? —preguntó Deanna.

—Es bastante guapo. —Lilia se encogió de hombros, no era una chica fácil de impresionar.

—Muy guapo mejor dicho —añadió Trina—. ¿Lo conoces?

—Lo conocí cuando se comprometieron —respondió Deanna—. Helena parecía tan enamorada de él… Me pregunto por qué tardan tanto en casarse.

—Dijo que no quería dejarnos —respondió Lilia.

—No quiero que Helena se vaya de todos modos —dijo Trina.

—Pero Helena se merece ser feliz —les dijo Deanna—. En algún momento tendrá que dejarnos. Vosotras cuando seáis mayores también os casaréis

—¿Tú crees? —preguntó Trina.

—Lo sé —respondió Deanna.

—¿Lilia también?

—Yo no. Moriré como una solterona —se rió Lilia.

Deanna frunció el ceño.

Mis hermanas son hermosas hijas del rey y la reina.

La única solterona en esta familia seré yo.

La puerta se abrió de nuevo y una cabecita se asomó.

—¡Dillon! —dijo Deanna, sorprendida—. No sabía que estabas ahí fuera.

—Es nuestro vigía —le explicó Lilia.

—¿Habéis terminado de hablar, chicas? —preguntó Dillon.

Deanna sonrió. Dillon tenía el mismo aspecto que su padre cuando tenía catorce años.

Su pelo era dorado como el de sus hermanas, pero su cara tenía la forma del difunto rey. Tenía la misma barbilla puntiaguda y la misma sonrisa ladeada.

—¿Cómo va tu entrenamiento con los caballeros? —preguntó Deanna.

Su hermano menor frunció el ceño.

—El capitán dice que soy rápido y bueno en la lucha con espada, pero siempre fallo en el combate cuerpo a cuerpo —admitió Dillon.

—Es porque es muy bajito —se burló Lilia.

Su hermano le lanzó una mirada a Lilia que le dijo a Deanna que estaba enmascarando su dolor con una ira ardiente.

—Sólo tienes que ser paciente, como me dices cuando entrenamos juntos. Si eres la mitad de buen caballero que de maestro, no tienes de qué preocuparte —comenzó Deanna, ignorando el comentario de Lilia.

—Crecerás tanto o más que los demás y algún día serás como papá. Ya eres su viva imagen —concluyó.

Dillon, que era muy amigo de Deanna, parecía estar siempre intentando alcanzar a su hermana de dieciocho años. Deseaba tanto ser ya un hombre.

—¿Tú crees? —preguntó Dillon.

—Confía en mí.

—Siempre que no sea igual que Lamont… —intervino Lilia. Trina soltó una risita.

Deanna puso los ojos en blanco. Lamont era un fracaso en lo que su formación respecta.

Era un excelente —algunos dirían que despiadado— estratega, pero era blando cuando se trataba del combate físico.

—Esperemos que no te parezcas en nada a Lamont —murmuró Deanna.

Sus hermanas asintieron con la cabeza, aunque Dillon no respondió.

—Ahora iros, antes de que alguien venga a buscaros —dijo Deanna, echando a sus hermanos por la puerta.

—Adiós, Deanna —gritaron los tres, mientras corrían por el pasillo.

—¡Te quiero! —añadió Trina. Deanna sonrió, cerró la puerta y volvió a su asiento junto a la ventana.

Miró la carta que tenía en la mano y rompió el sello. El sol poniente proporcionaba la luz suficiente para leer.

Mi querida Deanna,

Me entristece que ya no podamos hablar en privado. Lamento la forma en que Madre te trata. Te echo de menos, echo de menos a Padre, y añoro la forma en que las cosas solían ser.

¡Madre me ha informado que ha enviado un aviso de que está buscando un nuevo consorte!

El castillo estará ocupado en las próximas semanas, debido a la llegada de invitados y hombres que vengan a cortejarla.

Mientras sus invitados estén aquí, será mejor que te mantengas fuera de la vista. Tú, con tu belleza, podrías fácilmente robar el afecto de todos esos hombres.

Finalmente, hermana, debo advertirte. Creo que Madre está tramando algo para sacarte de la corte. No debes darle ninguna razón para hacerlo.

Ten cuidado con los sirvientes. Tienen órdenes de vigilarte en todo momento. El miedo a la ira de la reina es más fuerte incluso que su cariño por ti.

Siento haber tenido que enviar a Lilia y a Trina a darte este mensaje en lugar de venir a verte yo misma, pero no podía arriesgarme.

Si mamá supiera que te estoy dando información, podría encerrarte en algún lugar al que ninguno de nosotros pudiera llegar.

Te escribiré de nuevo pronto.

Con amor,

Helena

P.S. ¡Quema esto!

***

Durante toda la semana, Deanna había oído el ajetreo de los sirvientes, que preparaban las habitaciones de la Torre del Oeste para los invitados.

Al menos no la vigilaban demasiado.

Deanna pudo colarse varias veces en los jardines para recoger flores para su alcoba, descendiendo por la traicionera y empinada escalera de caracol que llevaba desde la Torre del Oeste hasta la parte trasera del castillo.

Siempre utilizaba las escaleras reservadas para los sirvientes porque era mejor ser atrapada por uno de ellos que por la reina.

Dillon, Lilia y Trina se las arreglaban para reunirse con ella al menos una vez al día. Helena estaba demasiado ocupada ayudando a la reina.

Deanna estaba sola ahora. Podía ver desde su torre que Dillon estaba entrenando con los caballeros.

El tutor de Lilia y Trina, supuso, estaba castigando a las chicas por saltarse los estudios de nuevo.

Deanna se asomó a la ventana y observó cómo los invitados llegaban en manada.

Ver la interminable procesión de caballos y carruajes le hizo desear poder escapar a una tierra lejana de su torre.

Se dio cuenta de que eran ricos, pero al ser los potenciales consortes de la reina, no podían ser de alto nivel.

Probablemente eran duques o, en el mejor de los casos, príncipes con hermanos mayores. Nunca reyes.

Sin embargo, la elección de la reina podría traer una gran alianza entre reinos.

Un invitado llamó la atención de Deanna inmediatamente.

Tenía una piel pálida y lisa, y un suave cabello rubio. Incluso desde la distancia de su torre, Deanna podía notar que este hombre se sentía incómodo, moviéndose con sus extravagantes ropas como si fueran de otra persona.

Por su complexión, debía de ser de uno de los reinos de las montañas —de Vallery o Summoner, tal vez—.

Deanna podía ver, incluso desde su torre, que era joven, más o menos de la misma edad que Helena.

Era demasiado joven para cortejar a la reina, que fácilmente podría haber sido su madre.

Deanna miró a los hombres con los que llegó, pero ninguno de ellos iba vestido tan elegante como él.

Sus ojos se detuvieron en el hombre con el que estaba hablando.

De complexión musculosa y casi 30 centímetros más alto que el primero, lo que le resultó impresionante, ya que el joven invitado no era un hombre precisamente bajito.

Él también tenía la piel pálida y el pelo rubio, pero el suyo era un rubio sucio, con un tono más bien ceniza y recogido en un nudo.

Parecía necesitar un afeitado, su barba ocultaba su edad mientras Deanna trataba de distinguir sus rasgos.

Se le erizó el vello de la nuca.

No se dió cuenta de que el desconocido había levantado la vista hasta que sus ojos se encontraron durante un largo momento.

Me mira como si me conociera.

Deanna dio un grito y se apartó de la ventana, apartándose a trompicones del campo de visión.

La había visto.

Es sólo un hombre que acompaña a uno de los pretendientes de la Reina Madre. ¿Por qué me pongo tan nerviosa?

Debo controlarme.

Algo la hizo volver a la ventana. Se asomó una vez más, curiosa por ver de nuevo al desconocido.

Los dos hombres entraban en el castillo uno al lado del otro.

Deanna suspiró y volvió a regañarse en silencio, pero no pudo evitar preguntarse quiénes eran.

¿De dónde venían y por qué le parecía que el hombre alto tenía una mirada escrutadora?

El hecho de que se fijaran en ella había hecho que Deanna se sintiera más expuesta que en mucho tiempo. Pensó en la carta de Helena, con sus restos en la chimenea.

Era cierto que la reina aprovecharía cualquier excusa para sacarla de la corte.

Ahora que ocupaba el lugar del rey Harold, cualquier vínculo que Deanna tuviera con la familia desaparecía.

El plan del padre no funcionó.

Debo encontrar una oportunidad para escapar.

 

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