Zainab Sambo
El lunes pasó muy rápido.
Beth no me cuestionó cuando le dije que iba a volver al trabajo.
Pude ver que quería preguntarme al respecto, pero respetó mi privacidad.
Athena se había disculpado conmigo por el comportamiento del señor Campbell el sábado por la noche.
Me prometió que lo había aclarado todo con él y que no era del todo culpa mía.
Aquello explicaba por qué quería que volviera.
Pero después de tanto tiempo junto a él, escuchándole decir una y otra vez lo fácil que le resultaría sustituirme, mi curiosidad estaba lejos de quedar saciada. Tenía muchas preguntas candentes.
Si era tan sencillo reemplazarme, como había dicho, ¿por qué me había chantajeado para que volviera a trabajar para él?
Al darme cuenta de que nunca obtendría mis respuestas, dejé de pensar en ello por completo y fue más fácil cuando un montón de trabajo aterrizó en mi escritorio.
Aquello me parecía más un castigo que un empleo real.
El señor Campbell no había venido aquella mañana y, al no tenerlo allí, resultó ser el día más agradable de mi vida. Aproveché para ser sincera conmigo misma.
Tenía malos sentimientos hacia él, pero al mismo tiempo, sentía algo más que eso.
No podía entender bien mis emociones; sentía antipatía, sí, mezclada con una tremenda admiración, pero ¿había algo más?
No, definitivamente era sólo admiración.
Alguien que había podido tomar el mundo en sus manos a una edad temprana y construir una imagen poderosa era alguien a quien admirar.
Especialmente el señor Campbell, que sólo tenía treinta y dos años y poseía todo lo que quería, y más.
Al final de la tarde, llegó a la oficina y dijo que quería verme. Cuando entré en su despacho, estaba sentado a su mesa.
Me miró.
—No me ha hecho esperar.
—¿Quería verme? —mi voz sonó cautelosa.
—¿He recibido algún mensaje de la oficina de John Holt?
—Sí. Su asistente llamó antes en relación con el trato que tenían. El señor Holt ya no desea continuar con el trato si sus condiciones siguen vigentes.
—Bueno, supongo que debemos esperar que tenga suficiente dinero para cuidar de sus cinco hijos —reflexionó. Continuó hablando con el mismo tono de voz intrascendente—. Cuando compre su empresa y salgan a la luz todas sus actividades ilegales, ¿cree usted que se dará cuenta del error que ha cometido?
No pude controlar el asombro y el rubor furioso que se apoderó de mi rostro. Era incómodamente consciente del penetrante escrutinio de aquellos ojos grises que captaban cada detalle.
Sabía que era una pregunta retórica y que mi aportación no era necesaria, pero tenía que decir algo.
—Señor Campbell, ¿es... eso... es realmente necesario? —me molestó tartamudear y trabarme—. ¿Realmente tiene que hacerlo?
—¿Y desde cuándo la escucho a usted? —soltó. Por fin detecté un toque de ironía en su voz. Sus ojos se habían entrecerrado ligeramente—. Esto es un negocio, acerca del cual usted lo ignora casi todo.
Sabía que cuando el señor Campbell se decidía a tomar un determinado curso de acción, nada podía detenerlo, ya debería haberlo esperado, pero aun así protesté. Era un hombre de negocios despiadado.
—Pero, señor, tiene familia.
—Llame a su oficina y transmita el mensaje, señorita Hart —ordenó con voz comedida y seca; pero capté su velada amenaza y me estremecí—. Si no acepta mis condiciones, me temo que su destino es inevitable.
Apenas capaz de reprimir mi frustración, hice un leve gesto con la cabeza antes de salir del despacho.
El resto del día fue tranquilo. Campbell pasó horas en su despacho y no se tomó ni un descanso.
Era un adicto al trabajo, y algo me decía que no tenía vida fuera de allí.
¿Cómo podía alguien vivir así? De alguna manera, me lo imaginaba obsesionado con ganar más y más todos los días para mantenerse en la cima. Tal vez pensaba que un pequeño paréntesis podía hacer que lo perdiera todo.
Era exactamente lo que pensaba cuando veía un episodio de ‘The Walking Dead’.
Estaba trabajando cuando olí una colonia desconocida en el ambiente. Levanté la vista y vi a un hombre que se acercaba al despacho del señor Campbell.
Iba vestido con un polo oscuro informal y unos vaqueros rotos con zapatillas negras.
Se detuvo frente a mí exhibiendo una bonita sonrisa y hoyuelos en las mejillas. Sus ojos eran de color avellana puro, parecían brillar cada pocos segundos.
En conclusión, era realmente atractivo.
—Hola, cariño —saludó. Sonaba encantador, incluso amistoso—. Soy Gale, y tú eres...
—Lauren. Soy la nueva asistente del señor Campbell —me presenté. Le devolví la sonrisa, nerviosa.
Si Beth hubiera estado presente, no había duda de que se habría abalanzado sobre él. Era el tipo de hombre por el que se pirraba: guapo, sexy y rico.
No habría descansado hasta tenerlo en su cama.
—Bueno, ciertamente no te mereces estar encerrada en esta aburrida oficina. Alguien tan impresionantemente bonita merece ser exhibida del brazo de alguien. Yo, por mi parte, te mostraría al mundo.
Me cogió la mano antes de que pudiera detenerlo y me besó el dorso.
Con los ojos cerrados, sus largas pestañas tocaron mi palma.
Se retiró.
—Muy amable por su parte —agradecí. Sonreí, ya me gustaba. No porque me hubiera hecho un cumplido, sino porque parecía ser una rara avis: un hombre rico que no se comportaba como un imbécil.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Estoy aquí para ver a Mason. Es una reunión imprevista.
—Oh, lo siento. El Sr. Campbell está ocupado en este momento, ¿le importaría esperar un poco?
En lugar de responder, Gale caminó a mi alrededor y se sentó en una de las dos sillas que estaban frente a mi escritorio. Cruzó las piernas y puso el brazo derecho sobre la silla.
—Normalmente no le esperaría —empezó con una sonrisa burlona—. Pero creo que hoy haré una excepción. Hacía tiempo que no estaba en compañía de una mujer tan hermosa como usted.
—Bueno, bueno… —me agité en mi silla—. Seguro que eso se lo dice a todas las mujeres que conoce.
Él ladeó la cabeza y me estudió.
—Tú eres diferente, Lauren.
—Oh… —no pude evitar reírme—. Me temo que esa frase está sobrevalorada. Creo que ya no funciona.
Gale soltó un suspiro dramático y cruzó los brazos delante de él.
—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —planteé. De pronto había recordado cómo ser una buena asistente.
—No, estoy bien, Lauren —contestó, mostrando sus hoyuelos. Dejó pasar un minuto antes de dirigirme de nuevo la palabra.— ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?
—No demasiado.
—¿Y te gusta estar aquí?
—Bueno, no me voy a casa oliendo a pollo frito —comenté. Él levantó una ceja, aparentemente—. Trabajé en una cafetería donde sirven sobre todo nuggets de pollo.
—Seguro que quedaron desolados cuando lo dejaste.
—¿Por qué iban a estar desolados?
—Porque tu marcha podría dejar de atraer a algunos de sus clientes. Estoy seguro de que sabes que eres muy hermosa.
Mi boca tardó un poco en esbozar una sonrisa.
—¿Cuál es su relación con el señor Campbell? —pregunté.
De repente, una sombra cayó sobre mi hombro y levanté la vista, sobresaltada al ver mi jefe de pie con una mirada irritante.
—No le pago para que se siente a indagar sobre mis relaciones, señorita Hart.
Casi me atraganté al responder con la cabeza baja, completamente avergonzada.
—Por supuesto, señor. Lo siento —me excusé. Supuse que pensaría que era una zorra entrometida. Miró al tal Gale—. ¿No ha podido resistir la tentación de cotillear sobre mi persona?
—Sólo tú pensarías que importas tanto, Mason. Venga, vayamos a tu oficina. Tienes problemas más grandes que tu ego.
Como si se controlara con un esfuerzo supremo, el señor Campbell me fulminó con la mirada y se dio la vuelta, alejándose hacia su despacho. Gale le siguió con impaciencia, y todo rastro de diversión desapareció de su rostro.
¿De qué se podía tratar? ¿Y a qué problemas se enfrentaba el señor Campbell?
Sabía que no era asunto mío.
No tenía por qué saberlo todo sobre él.
Además, alguien como Mason Campbell siempre iba a tener problemas.
Unos quince minutos después, escuché un golpe que provenía de su oficina. Di un salto asustada y mis ojos se quedaron congelados en la puerta.
¿Qué demonios estaba pasando allí dentro? ¿Se estaban peleando? No, el señor Campbell no vería envuelto en una pelea a puñetazos en la oficina.
¿Qué debía hacer?
¿Llamar a la seguridad o irrumpir allí?
Estaba de pie cuando la puerta se abrió, aproximadamente diez minutos después, y la cabeza de Gale asomó. Tenía el mismo aspecto con el que había llegado. No tenía moretones ni sangre. Aquello era una buena señal.
Pensé que debía decir algo, preguntar qué había pasado, pero ¿cómo?
—Lauren dijo Gale, casi con alegría. Me sonrió—. Ha sido un placer conocerte. Espero volver a verte pronto... en otro lugar, espero. Tu jefe quiere departir contigo.
Sin perder un segundo, me apresuré a entrar en el despacho.
Todo lo que habitualmente había en el escritorio del señor Campbell estaba desparramado por el suelo, con algunas cosas rotas. Deliberadamente, dejé que mis ojos se desviaran hacia él.
Desde su puesto junto a la ventana, el señor Campbell observaba mi reacción con cara de póker.
—Señor, ¿va todo bien? —dije, por fin, las palabras sonando suaves y vacilantes.
—Sí —respondió bruscamente, y la mirada de sus ojos me atravesó como una descarga eléctrica, haciendo que mi corazón latiera vertiginosamente—. Será mejor que recojas esto. Y no le cuente a nadie de lo que ha pasado.
Se dirigió a la puerta.
¿Qué iba a contar? ¿Que había cogido una rabieta? Casi se me escapó el pensamiento y, a juzgar por la forma en que me miraba como si quisiera apuñalarme con su bolígrafo, supe que debía de haber adivinado mis pensamientos.
Una lenta sonrisa asomó en la comisura de mis labios.
Cerró la puerta de golpe.
Durante los días siguientes, el comportamiento del señor Campbell cambió hacia todos. Antes ya se portaba como un gilipollas, pero se volvió peor.
Era brusco, se enfadaba y gritaba a todo el mundo.
Todos estábamos al límite y nos presionaba mucho. Todo el mundo tenía miedo de pasarse de la raya y arriesgarse a ser despedido.
Sabía que algo le molestaba, pero no podía precisar el qué.
El viernes por la noche, estaba durmiendo cuando mi teléfono sonó a las tres de la mañana. Su sonido me despertó del sueño.
Al ver el número desconocido, quise ignorarlo, pero entonces pensé que podía estar relacionado con mi padre.
Nerviosa y asustada por escuchar una mala noticia, contesté la llamada.
—¿Hola?
—Señorita Hart —escuché. Era un acento profundo y perezoso, emitido con una voz aterciopelada, y sentí un estremecimiento en mi interior.
—¿Señor Campbell? —conjeturé conmocionada, frotándome los ojos—. ¿Va todo bien? Son las tres de la mañana.
—¿Ah, sí? —su voz rebosó sarcasmo—. Quiero verla. Ahora, señorita Hart. Hotel Queens. Habitación número 205.
—¿Hotel? —me atraganté, con los ojos saliéndose de sus órbitas.
—Dentro de diez minutos.
No pude captar lo que había dicho hasta que escuché que la llamada había terminado.
—¿Qué demonios? —murmuré para mis adentros.
No me cambié lo que llevaba puesto, que eran unos pantalones cortos y una camiseta. Decidí añadir una sudadera con capucha.
Beth seguía durmiendo cuando me escabullí de nuestro piso.
Al acercarme al lujoso hotel desde el taxi, topé un empleado que tomó mi nombre y usó el teléfono antes de enviarme en ascensor a la suite del señor Campbell en el último piso.
No entendía por qué quería que me reuniera con él allí, cuando podía simplemente convocarme en su casa o quedar en algún lugar que no fuera un maldito hotel.
Las puertas del ascensor se abrieron y salí, buscando el número de su habitación.
Cuando me detuve frente a la puerta, necesité mucho valor antes de llamar con suavidad.
Tres minutos después, el señor Campbell abrió la puerta.
Estaba de pie, con un polo que dejaba ver sus enormes músculos y unos pantalones negros que le abrazaban los muslos.
Llevaba el pelo alborotado y los labios ligeramente torcidos. Tenía un aspecto muy atractivo.
Sabía que Mason Campbell era alguien seguro de sí mismo, incluso arrogante, un hombre que no tendría problemas para atraer a cualquier mujer que quisiera.
Parpadeé, sorprendida.
Sentí que no era mi jefe, que era alguien a quien podía haber conocido en un bar y sobre quien hablaría durante toda la semana.
Me pareció tan malditamente atractivo que me dolió.
Quise comprobar si estaba babeando, pero decidí no hacerlo.
Sonreí un poco. Pero los ojos grises que se encontraron con los míos no respondieron de igual forma.
Mi gesto conciliador vaciló ante su fría bienvenida.