Abrazo silencioso - Portada del libro

Abrazo silencioso

Hayley Cyrus

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Chapter
15
Age Rating
18+

Summary

Blythe es una de las diez jóvenes que se ven obligadas a entrar en La Carrera, un reality show en el que serán perseguidas por metamorfos. Hay muchos rumores sobre lo que le sucede a las concursantes: se dice que a algunas se las comen y que otras se convierten obligatoriamente en las parejas de los monstruos. ¿Podrá salir a salvo? ¿O la atraparán y desaparecerá para siempre?

Calificación por edades: 18+

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Convocatoria

A quien corresponda:

¡Felicidades! Su casa ha sido elegida para participar en La Carrera de este año.

Por favor, envíen al participante que aparece a continuación a la arena en una semana para la preparación y el comienzo de La Carrera.

BLYTHE

Allí, en una tipografía primitiva estaba su nombre: Blythe Becker, manchado sólo por las lágrimas que habían caído sobre la página.

Blythe se mordía las uñas, una costumbre nerviosa, mientras le pasaba la carta a su padre. Volvió a leer el texto. Una, dos, tres veces.

Su madre estaba sentada en la mesa de la cocina, con una manta raída pero cálida alrededor de los hombros. Observando a su marido con la misma atención que Blythe.

—Oh, Blythe...—se lamentó, con la carta agarrada entre sus callosos dedos.

El dolor en su voz hizo que la visión de Blythe se volviera borrosa por las lágrimas, y se lanzara a darle un abrazo a su padre, aferrándose a él con fuerza.

Por lo que ella sabía, ésta podría ser la última vez que él pudiera abrazarla sin la presión de la supervisión gubernamental.

—No quiero ir —lloró, cerrando sus ojos verdes y dejando que las lágrimas corrieran por su cara.

—Debe haber algo que podamos hacer —graznó su madre—. Nuestra Blythe no…

—Cualquier cosa que hagamos sólo pospondrá lo inevitable en el mejor de los casos —dijo su padre con desolación—. Si la retenemos, los oficiales vendrán y se la llevarán ellos mismos.

Cada año, en cada región de lo que antes se llamaba Estados Unidos, se seleccionaban diez mujeres jóvenes para entrar en una arena y enfrentarse a una horda de metamorfos, una raza de seres que parecían humanos pero que podían cambiar su forma a la de animal feroz a su voluntad.

La propia arena se encontraba en un lugar que sólo era conocido por los que transportaban a los seleccionados. —Por el bien de la seguridad —insistían.

La edad de cada participante se situaba entre los dieciocho y los veinticinco años.

Los funcionarios afirmaban que esta franja de edad era la que tenía mayor oportunidad de salir con vida de la arena.

Pero el público tenía sus propias opiniones, y siempre trataba de buscar el significado más profundo debajo de todo ello.

Algunos afirmaban que La Carrera servía para apaciguar a esos monstruos.

—Por supuesto que los prefieren jóvenes —decían.

—Joven y sexys, ¿sabes lo que quiero decir? Esos monstruos quieren reproducirse, después de todo.

Otros, aunque menos, salían con teorías conspirativas a diestro y siniestro.

Argumentando que era la excusa del gobierno para el asesinato masivo selectivo.

Que las familias elegidas cada año eran consideradas peligrosas por la clase alta.

Pero Blythe era sólo la hija del panadero.

¿Qué daño podría causar?

Ni siquiera sabía luchar.

¿Cómo se supone que voy a sobrevivir a una manada de metamorfos?

Qué pregunta más tonta. Ella no lo haría. Muy pocas chicas conseguían escapar.

Todo el mundo lo sabía: en La Carrera, o escapas, o mueres.

CLAUDE

A Claude le costaba hacer que sus pies subieran el camino hacia su pequeña casa.

Llevaba varias horas vagando sin rumbo.

Pensando. Rumiando.

Por fin había aceptado que debía volver a casa y enfrentarse al desastre que había provocado.

Estaba oscuro cuando entró —mucho después del toque de queda y con las luces apagadas—, así que, cuando encendió la luz de la cocina y vio a Karin sentada a la mesa, se sobresaltó.

—Dios mío —se atragantó, llevándose una mano al pecho por acto reflejo.

Karin había estado llorando en la penumbra por lo que parecía.

—¿Dónde está Blythe? —preguntó, temiendo irracionalmente que ya se hubiera ido.

Karin tragó, sus movimientos fueron lentos. Pasó las manos por encima de la mesa de la cocina y se lamió los labios, luego dijo: —En la cama. Dormida, si Dios quiere.

Sus manos se deslizaron sobre su vientre, sus dedos se entrelazaron y se liberaron una y otra vez. Finalmente, dio un paso adelante y se sentó en una silla frente a ella.

—Aún no está todo perdido —dijo en voz baja.

—¿No? —Karin se atragantó—. ¿Crees que tiene alguna oportunidad? ¿Contra esos monstruos?

—Algunas chicas lo consiguen —protestó.

—¿Seguro? ¿Has conocido a alguna?

—¿Qué esperas que diga, Karin?

—¡Espero que hagas algo! —respondió—. ¡No podemos quedarnos de brazos cruzados y ver a nuestra hija marchar hacia su muerte!

Claude se quedó mirando a su mujer, incapaz de pronunciar ninguna palabra. Cerrando los ojos, balanceó la cabeza, el dolor de este grotesco destino obstruía su capacidad de pensar.

—¿Cómo puedes sacudir la cabeza? —exigió Karin—. ¡Todo esto es culpa tuya!

Sus ojos se alzaron, encontrándose con los de ella.

—¿Crees que no lo sabía? —continuó—. ¿Crees que estoy ciega, viejo tonto?

Su corazón comenzó a latir con fuerza. —Karin...

Se levantó bruscamente, dándole la espalda y caminando hacia el lavabo. —¡No! Siempre tan bueno. Siempre tan preocupado por todos… ¡Y mira a dónde nos ha llevado!

Claude se quedó mirando su espalda mientras ella apoyaba las manos a ambos lados del fregadero, con los hombros tensos y los omóplatos formando pronunciados pliegues en el material de su blusa.

Pensó en las cosas que había hecho.

Un pan extra para una familia sin suficiente dinero. Un pastel de carne extra. Luego un poco de contabilidad creativa. Una mentira, aquí y allá, sobre los suministros perdidos.

Enviar mensajes secretos de una célula rebelde a otra, pasados en papel de pergamino utilizado para envolver pasteles.

Lo único había querido hacer era ayudar... y siendo totalmente honestos, ponerle las cosas un poco más difíciles al gobierno que los aplastaba a todos.

Pero no hizo nada tan terrible como para merecer esto.

Nada que justificara matar a su hija.

—Nunca quise que esto sucediera.

—Por supuesto que no. Nunca consideraste que tus pequeños actos de resistencia... tus rebeliones menores... ~podrían suponer la muerte de uno de nuestros propios hijos!~

Un sollozo brotó de su garganta.

Realmente es mi culpa.

Dios mío, ¿qué he hecho?

Consiguió decir: —Al menos, ahora tendrán que trasladarnos. Darnos una casa con agua limpia, lejos de la contaminación…

—¡Donde nos vigilarán día y noche! —se quejó Karin.

—Pero piensa en los pequeños, Karin. Piensa en Jonas, y en sus pulmones...

—¿Crees que me reconforta que Jonas vaya a respirar un aire más limpio? ¿A costa de la vida de nuestra hija?

Karin cogió una olla que se estaba secando y la golpeó contra la encimera. Claude se estremeció.

Sus piernas actuaron por él: se puso de pie y se apresuró a salir por la puerta. La cerró con fuerza tras de sí, enfurecido, pero sobre todo consigo mismo.

BLYTHE

El portazo hizo temblar toda la casa.

Blythe dio un respingo y se sumergió más en las sábanas, apretándose contra el pequeño cuerpo de Jonas.

Compartía la cama con él y sus hermanas pequeñas, por el calor y porque no tenían espacio para que cada uno tuviera su propia habitación.

Ahora lo harán, ~pensó, y su boca se torció de amargura.~

Cuando te elegían para La Carrera, tu familia era compensada. Una casa más grande en una zona mejor. Más billetes de racionamiento, incluso.

Blythe escuchó el respirar de Jonas. Necesitaba un aire más limpio.

Pero no quiero cambiar mi vida por ello, ~pensó.~

Porque no había forma de que la hija de un simple panadero sobreviviera.

¿Es posible? ¿Es mi invitación un castigo por algo que hizo papá?

Blythe pensó en levantarse. Buscar respuestas en cualquiera de sus padres que aún estuviera en la cocina.

Pero una fuerte necesidad de no querer saber abrumó su impulso.

No importa, ~se dijo a sí misma. ~Estoy muerta de cualquier manera.

Mejor para todos si me voy en silencio.

Si me resisto, vendrán a por todos nosotros.

Así, al menos los demás vivirán mejor.

Las lágrimas se acumularon detrás de sus párpados y salieron, rodando por sus mejillas. Sus labios se despegaron de sus dientes en una mueca de agonía.

Voy a morir, ~pensó. ~Voy a morir.

Todos mis sueños han terminado.

¿La extensión de la panadería que iba a ayudar a Nattie y Thomas a construir?

No sucederá nunca. Tendrán una nueva panadería, donde sea que se muden.

Nunca me casaré.

Nunca tendré hijos propios.

Voy a entrar en esa arena. Voy a enfrentarme a esas... esas cosas.

Me van a destrozar.

***

Tuvieron que apartarla de mamá cuando llegó el momento.

Thomas, Nattie y el resto de sus hermanos habían llegado al punto de entrega, todos ellos llorando abiertamente.

Su padre se situó a unos metros detrás de ellos, cerca de donde el autobús se había detenido fuera del centro comunitario para dejarlos bajar.

Mamá le agarró las manos de Blythe mientras los guardias —vestidos de negro de pies a cabeza, con los rostros ocultos tras unos cascos con visera— tiraban de ella por los hombros.

—Por favor, no —sollozó mamá, con sus dedos rugosos y fuertes, entrelazados con los de Blythe—. Por favor, dejadla. Llévadme a mí.

Uno de los de los cascos se rió.

Realmente se está riendo de ella, ~se maravilló Blythe.~

Los guardias no dijeron nada, y tiraron de Blythe para liberarla de su madre y llevársela.

Poco después, en el austero vestuario, se puso el uniforme de Corredora:

Mallas ajustadas y camiseta de manga corta de camuflaje. Zapatillas deportivas, calcetines finos.

Se ató el pelo negro en una coleta, apartándolo de su cara. Siempre se las arreglaba para estorbarle cuando cocinaba, obstaculizando su visión. No podía dejar que eso ocurriera ahora.

Se encontró con sus propios ojos en el espejo.

Bueno, no me parezco en nada a un conejo aterrorizado. ¡Ni hablar! Soy la viva imagen de la supervivencia , esa soy yo.

Dios, estoy tan jodida.

Tiró su ropa vieja en un cubo de basura y se dirigió a la sala de espera donde otras nueve chicas se paseaban.

Se le pasó por la cabeza presentarse a ellas, para ver si podía hacer amigas. Si trabajaban juntas, tendrían muchas más posibilidades de sobrevivir.

Pero entonces una mujer con el pelo teñido de rojo sangre, que llevaba un uniforme negro similar al de los guardias, entró en la sala, seguida por otras nueve personas vestidas como ella. Consultó una tableta y se acercó a Blythe.

—Blythe Becker —dijo. No era una pregunta.

Blythe asintió.

—Por aquí.

A Blythe le empezaron a castañear los dientes, así que apretó la mandíbula, mordiendo el pánico.

Hizo lo que le dijeron y siguió a la mujer del pelo rojo fuera de la habitación por un pasillo estéril. Los tacones de la mujer resonaban en el suelo pulido a medida que avanzaba.

—Soy Lorna. Su guía. Voy a repasar las reglas. Escuchen bien, no voy a repetirlas. Preguntas al final. ¿Entendido?

El pelo rojo de Lorna le caía en la cara mientras hablaba. —Regla número uno: todos los años, el primer día de la primavera, diez hembras humanas deberán ser colocadas en la zona de la arena y recibirán armas para defenderse.

Sí. Blythe ya lo sabía. Nadie podía escapar de los innumerables televisores de la ciudad que reproducían imágenes en tiempo real de chicas corriendo, lanzándose e intentando acuchillar a esos monstruos en la arena.

Su mirada se posó en un montón de armas en la distancia: lanzas, hachas, arcos, flechas, cuerdas. Tendría que salir corriendo en cuanto sonaran las campanas del reloj: el proverbial disparo de salida. Tenía que llegar allí dentro de los cinco minutos que le daban antes de que los metamorfos fueran liberados.

—Regla número dos: no se permite que las mujeres se dañen o se ayuden entre sí.

Eso hizo que un pinchazo de ira floreciera en el pecho de Blythe.

¿Cómo se espera que alguien sobreviva realmente si nadie puede ayudarse entre sí?

Más concretamente, ¿cómo voy a sobrevivir yo sin ayuda?

Su padre, en su última semana de libertad, había intentado enseñarle a luchar, pero había fracasado estrepitosamente. La puntería de Blythe era vergonzosa, su habilidad para dar un golpe aún peor. No quería ni pensar en su tiempo de reacción.

—Regla número tres: si una mujer mata a un metamorfo, tiene un plazo de treinta minutos para encontrar una salida. Si no llega a una puerta en treinta minutos, sigue en La Carrera.

Era imposible que Blythe pudiera matar a un metamorfo. Eran bestias en todos los sentidos, y su tiempo de curación era la más inhumana de todas sus características. Los locutores de la televisión siempre hacían hincapié en eso. Son monstruosos, no como nosotros.

Y además, ¿alguien sabe cómo matar a un metamorfo? ¿Se les puede matar, o es sólo una falsa esperanza que se les da a los sacrificados para La Carrera?

El recinto dónde se realizaba se llamaba Lázaro, después de todo.

Blythe sintió dolor de estómago, deseando de repente que no la hubieran alimentado ni ella ni a los otros concursantes antes de lanzarlos a la arena.

En su cabeza, podía oír el tictac de un reloj, que cada vez se acercaba más al mediodía.

Se sintió, en ese momento, como una prisionera en la horca, esperando ser colgada por un crimen que no sabía que existía.

Sus rodillas se volvieron débiles, a punto de ceder, sus ojos se inundaron de nuevo de lágrimas. No podía hacerlo. Iba a morir.

Y entonces, lo oyó.

El reloj marcó las 12 del mediodía, su sonora campana sacudió los árboles a su alrededor.

Era momento de correr.

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