Pacto sombrío - Portada del libro

Pacto sombrío

Tally Adams

Capítulo Dos

William

William se sentó a la mesa de la pequeña cocina de la casa que compartía con Paoli. Miraba el papel que tenía delante, escrito con la pulcra letra de Paoli, con gran sorpresa.

En la página había un solo nombre y especie, junto con la ubicación.

—¿Estás seguro de que esto es correcto? —William frunció el ceño ante el papel.

—Es correcto —confirmó Paoli sin mirarlo siquiera al pasar.

—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos una mujer lobo? —William enarcó una ceja escéptico, y su mirada siguió a Paoli alrededor de la mesa.

—Es raro que queden marcadas —aceptó Paoli—. Pero ocurre.

Ocupó la silla frente a William y apoyó los pies descalzos en el borde de la mesa, sin otro motivo que molestar a William.

Paoli era uno de los vampiros más viejos que William conocía, y con diferencia el menos llamativo. Solo medía unos dos centímetros menos que William, lo que lo situaba justo por debajo del metro ochenta.

Mientras que William tenía el pelo negro y corto, Paoli lo tenía rubio oscuro y lo bastante largo como para que le llegara a los hombros.

No tenía ninguna de las características oscuras que una persona suele asociar con un vampiro. Especialmente, con un vampiro tan viejo como él.

En lugar de intimidar y torturar, siempre era el primero en reír y el último en tomarse en serio cualquier cosa, incluso a sí mismo.

Tenía un carácter desenfadado y divertido que lo hacía muy popular entre el sexo opuesto, lo que -según Paoli- explicaba su carácter.

—No hemos tenido una en los últimos... ¿cuánto? ¿cien años? —William estiró la mano y le dio un golpecito en la punta del pie a Paoli, lo bastante fuerte como para que una descarga eléctrica de dolor le recorriera media pierna.

Paoli aulló y se llevó el pie hacia atrás. El humor brillaba en sus ojos mientras se acariciaba la herida. —Eso sí que no estuvo bien —proclamó.

—Mantén tus asquerosos pies fuera de la mesa —William lo miró fijamente—. Si vamos tras una loba, tienes que concentrarte. Probablemente tiene toda una manada a su alrededor. Tendrás que ayudar esta vez. Será peligroso.

Paoli le dedicó una sonrisa pícara y dobló bien las piernas. Luego, se encogió de hombros con indiferencia.

—No me importa cazar hombres lobo —dijo en un tono indiferente—. Son los vampiros los que me dan escalofríos.

William sacudió la cabeza ante la ironía de aquella afirmación. —¿Cómo pueden los vampiros darte escalofríos? Tú eres un vampiro.

—No ese tipo de vampiro —Paoli se estremeció dramáticamente.

—Lo siento, lo había olvidado. Eres un vampiro tierno —dijo William con un bufido burlón.

Paoli ignoró el ligero tono de burla.

—Así es —confirmó—. Soy como un mosquito. Cojo solo lo que necesito para sobrevivir y no mato a nadie.

William lo miró.

—Es más de lo que tú puedes decir —señaló Paoli.

—Yo no soy un vampiro —le recordó William.

—No eres completamente vampiro, sino lo suficientemente cerca como para ser perdonado por eso —dijo Paoli—. Cada uno tiene su propia lucha en este mundo.

—¿Cuál es tu lucha? —quiso saber William.

Paoli se burló. —¿Crees que es fácil ser tu conciencia? ¿O ser así de guapo? —preguntó moviendo las cejas.

—O tan humilde —añadió William en voz baja. Dio un golpecito al papel que tenía delante para que Paoli volviera a centrarse en el asunto que tenían entre manos—. Tendremos que usar el sigilo —reflexionó.

—Nunca sabrán que estoy ahí —Paoli movió los brazos en su mejor imitación de ninja.

—¿Sabes algo de la manada? —preguntó William pensativo.

Que una loba hembra fuera condenada era algo casi inaudito. Normalmente, la manada las defendía, por lo que no tenían necesidad de derramar sangre, salvo en la cacería mensual de animales.

Lo que eliminaba las posibilidades de que perdieran su humanidad y fueran condenados. Demonios, ellos eran la humanidad hecha manada.

—Lo que está en el papel es todo lo que sé —dijo Paoli mientras se levantaba de nuevo y se dirigía a la nevera al otro lado de la habitación.

William se echó hacia atrás y permaneció en silencio unos instantes, pensativo.

—¿Estás seguro de que deberíamos hacer esto esta noche? Es luna llena, y este lugar está a casi dos horas en coche desde aquí —William no mencionó que él mismo tenía planes para una carrera de luna llena.

—¿Dónde están los lobos durante la luna llena? —preguntó Paoli por encima del hombro, con la cabeza en la nevera. Cogió una bolsa de líquido rojo y abrió la tapa de un tirón.

Se lo sirvió en una taza antes de lanzarle una mirada interrogativa a William.

—Dos para mí —respondió William distraídamente mientras consideraba la pregunta—. Los lobos cazan durante la luna llena.

Era bien sabido que los hombres lobo estaban controlados, al menos en parte, por la luna. Incluso él podía sentir su atracción.

Paoli terminó de verter más líquido en una segunda taza y puso ambas en el microondas para que se calentaran. —Exacto.

Esperó a que sonara el microondas y cogió las dos tazas. Le dio una a William antes de sentarse frente a él.

—Lo que significa que esta podría ser una buena oportunidad para quedarnos a solas con ella —concluyó William lentamente, tratando de encontrarle sentido a la lógica de Paoli.

—Quizá no sola, pero al menos no tan bien vigilada como de costumbre —le dijo Paoli a su taza, dando un sorbo satisfecho.

William bebió un trago y lo saboreó. El líquido lo calentó. No era tan bueno como el fresco, pero al menos venía sin la culpa. Y sin el regaño de su conciencia al otro lado de la mesa.

Durante los treinta minutos siguientes, discutieron la estrategia y las estrategias alternativas en caso de que se encontraran con más oponentes de los que esperaban.

Hicieron varios planes, que se diferenciaban en función de si su objetivo cazaba con la manada o esperaba en otro lugar. Al final, William quedó satisfecho de tener un plan para cada escenario posible.

Cargaron el coche con el alijo habitual de armas, asegurándose especialmente de tener munición de plata en abundancia.

William conocía la agonía de la plata por experiencia propia. Ningún inmortal podía luchar con el dolor abrasándole las venas, por eso la usaba cuando se veía obligado a hacer de verdugo.

Nada quitaba la lucha de los inmortales como una herida de plata.

Finalmente apagó el teléfono -agradecido por tener una excusa para apagar la brillante pantalla- y se dirigió hacia su objetivo.

Odiaba los móviles. Era demasiado fácil rastrearlos. Y siempre le preocupaba llevar el suyo encima cuando cazaba.

Con su suerte, el aparato empezaría a pitar y delataría su posición en el momento equivocado. Aunque morir no le molestaría, no quería que fuera por algo así.

Quería una muerte de verdad, el final de un guerrero. Morir en batalla era algo honorable y para enorgullecerse. Lo vergonzoso sería morir de pura estupidez.

William apagó las luces y se apartó de la carretera para entrar en un claro.

Era una zona de tamaño decente, sin árboles, pero llena de agujeros y desniveles, por lo que no era ideal para conducir.

Cualquier zona de hierba alta podía ocultar fácilmente un tocón o un surco profundo, aunque tuvieron la suerte de no encontrar ninguno.

Su escondite estaba a poco más de un kilómetro de la granja que le servía de hogar a la manada.

No había forma de saber en qué dirección habían ido a cazar los lobos, pero no había señales de ellos allí, así que era el lugar más seguro para empezar.

Salieron del coche con cautela y cerraron las puertas despacio, para no hacer ruido.

La casa a la que se dirigían estaba rodeada de campos de maíz por tres de sus lados -todos ellos, afortunadamente, tardíos-, lo que les proporcionó una cobertura que no esperaban.

Cuando empezaron a abrirse paso en silencio por el campo de la parte trasera de la propiedad, Paoli exhaló en un audible suspiro aliviado, y se movieron con cuidado entre el maíz para no delatar su presencia.

Las lluvias recientes empapaban el suelo, así que cada paso que daban producía un ruido ligero, como de succión.

La luz de la luna brillante se derramaba por la tierra. Proyectaba sombras espeluznantes y hacía que el maíz se viera como muchos centinelas silenciosos.

—Me da igual lo que digan —susurró Paoli, agachándose para evitar una hoja perdida que parecía querer alcanzarlo—. El maíz es un vegetal seriamente espeluznante.

William se detuvo, le hizo un gesto agresivo para que guardara silencio y le lanzó una mirada que amenazaba con violencia.

Paoli levantó las manos en señal de rendición y dijo «lo siento».

William siguió mirándolo un minuto más.

Paoli tenía que comprender la gravedad de la situación en la que se encontraban. Los lobos tenían un oído excelente, y lo último que necesitaban era que su bocaza los delatara.

No se sabía cuántos lobos podía haber por allí y, si querían llevar a cabo la ejecución y salir con un mínimo incidente, era importante contar con el factor sorpresa.

William podía ser un excelente luchador, pero ni siquiera él era capaz de enfrentarse a toda una manada de lobos.

William seguía mirando a Paoli cuando un olor llamó su atención. Al principio era muy tenue, como un susurro.

Una promesa.

Estuvo allí solo un segundo y luego desapareció.

Su cabeza se giró y algo en su interior se puso muy alerta.

—¿Qué ocurre? —susurró Paoli, acortando la distancia entre ellos para situarse a su lado.

—¿Has olido eso? —William cerró los ojos e inhaló, persiguiendo el escurridizo aroma. Se había ido y no podía recuperarlo.

Paoli le lanzó una mirada. Luego, olfateó y sacudió la cabeza.

—No huelo nada —dijo.

William se quedó un momento más sin mover un músculo. Usó todos sus sentidos, pero no pudo identificar peligro en ninguna parte.

No había olores en las inmediaciones, excepto ellos dos y el maíz.

Además, no olía a peligro.

Olía... bien.

Reconfortante, de alguna manera.

Cuando reanudaron su avance, todos sus pasos estaban llenos de confusión. Había algo tan familiar en el olor y, sin embargo, no lo era.

Casi como un recuerdo que jugaba en el borde de su mente y que no podía enfocar.

Todo lo demás lo desconcentraba.

Era consciente de que Paoli lo observaba con ojos preocupados, pero no tenía ninguna explicación para ofrecer, así que lo ignoró y siguió adelante.

Tenían un trabajo que hacer.

No importaba lo que estuviera pasando, necesitaba recordar el trabajo. En algún lugar cercano, había una loba con una sentencia de muerte.

Tenía que volver a centrarse en eso antes de que su quiebre de concentración los metiera en problemas, tanto a él como a Paoli.

Unos pasos más y el olor volvió, esta vez más fuerte. Aspiró el sutil aroma, intentando averiguar por qué lo atraía tanto.

—¿En serio me estás diciendo que no hueles eso? —siseó a Paoli.

Paoli frunció el ceño y su rostro se volvió aún más preocupado. Sin dejar de mirar a William, respiró muy despacio el aire nocturno.

Luego de unos segundos, sacudió la cabeza y dirigió a William una mirada entre confundida y molesta.

—No lo huelo —dijo Paoli, un poco a la defensiva—. Soy un vampiro. Mi sentido del olfato no es tan bueno como el tuyo. ¿A qué huele?

Paz. Alegría.

—No sé cómo describirlo —William tomó otra bocanada de aire—. Pero es diferente a todo lo que he olido.

Mejor. Más.

—Esto no me gusta —dijo Paoli, con las cejas fruncidas por la preocupación—. Quizá deberíamos volver mañana e intentarlo de nuevo. Esto ya es bastante peligroso sin que algo desconocido lo complique aún más.

—Mañana no habrá luna llena —señaló William—. Esta puede ser la mejor oportunidad que tengamos en un mes. ¿De verdad quieres esperar tanto?

Prestó toda su atención a Paoli y enarcó una ceja sardónica.

—No me mires así —dijo Paoli con toda la actitud que pudo imprimir en un susurro—. Mejor esperar un mes que caer en una trampa. No quiero convertirme en polvo al amanecer y volar por los aires después de que nos maten.

—Bueno —añadió despreocupadamente—, yo explotaría al sol. No se sabe qué te pasará a ti.

William concedería su punto, pero había algo en el olor que lo llamaba de una manera visceral. Lo hacía sentir la necesidad de... proteger. Cuidar. Proveer. No había ningún indicio de malicia.

—Esto no me da una impresión de peligro —dijo.

Esperaba que su voz no sonara tan confusa como se sentía.

¿Qué estaba pasando?

Empezó a moverse de nuevo. Paoli seguía observándolo de cerca, pero no se atrevía a darle importancia.

Solo necesitaba encontrar la fuente de aquel olor inusual. Parecía filtrarse en su mente y expulsar todo lo demás.

Su misión estaba prácticamente olvidada. Dejó que su olfato lo guiara hacia la casa y Paoli lo siguió de cerca.

Después de lo que pareció una eternidad, atravesaron la última hilera de maíz y se acercaron lo suficiente a la granja para tener una vista despejada.

Sin previo aviso, el aroma pareció saturarlo como la miel. Como si alguien le hubiera lanzado un hechizo, arrastró hacia delante los instintos de su bestia.

Toda la capacidad de control a la que luchaba por aferrarse había desaparecido. Paoli hablaba, pero ninguna de sus palabras penetraba en la niebla ciega de la mente de William.

No había nada en todo el mundo, excepto ese olor y la promesa desconocida que había detrás.

—¿William? —la voz de Paoli era vacilante cuando preguntó—. ¿Qué pasa?

Su mirada iba en todas direcciones, como si esperara ver lobos descendiendo de algún lugar. Pero no había nada.

William apenas respondió y, cuando Paoli lo agarró del brazo, los ojos que se clavaron en él eran de oro líquido y estaban hambrientos. William ya no tenía el control.

—¡Oh, no! —exclamó Paoli—. No es el momento de ponerse en plan lobo. Tienes que luchar antes de que nos maten a los dos —su voz era un siseo apretado.

Sin decir palabra, William se apartó de un tirón y voló hacia la casa, sin dejar a Paoli otra opción que seguirlo. Lanzó un gemido estrangulado y se quedó pisándole los talones.

William sabía que solo un tonto se precipitaría de ese modo, pero no podía evitarlo. Su cuerpo temblaba por el esfuerzo que le suponía luchar contra la compulsión, pero apenas conseguía frenar.

Cuando salió al porche trasero, la vieja madera crujió, pero lo único que oyó fue el grito femenino del interior.

Atravesó la puerta trasera de la destartalada casa como un animal enloquecido.

Ni por un segundo se paró a pensar en lo que estaba haciendo. Estaba más allá del pensamiento racional. La bestia dentro suyo había tomado el control por primera vez en años.

Ubicó de inmediato el origen del olor.

Venía de una mujer pequeña, que estaba en la puerta de una habitación oculta, bloqueando la entrada. Frente a ella había un hombre corpulento de pelo rubio desgreñado, vestido únicamente con vaqueros oscuros.

Sujetaba sus brazos con un doloroso agarre y tiraba de ella hacia delante hasta ponerla de puntillas. La nariz de William lo señaló al instante por lo que era.

Un hombre lobo.

Siguiente capítulo
Calificación 4.4 de 5 en la App Store
82.5K Ratings
Galatea logo

Libros ilimitados, experiencias inmersivas.

Facebook de GalateaInstagram de GalateaTikTok de Galatea