Negocios y biberones - Portada del libro

Negocios y biberones

Bailey King

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Chapter
15
Age Rating
18+

Summary

Peyton Hart tiene dos trabajos precarios y está sin blanca cuando el rico de Sebastian Coleman se planta en su apartamento cochambroso y le ofrece un trato: tener un bebé con él y casarse. Un año después de la boda él le pedirá el divorcio y le dará un millón de dólares. Desesperada, Peyton accede sin mayores expectativas que una relación de negocios, pero ambos se enamoran perdidamente. ¿Podrán confiar el uno en el otro mientras cargan con el dolor y la culpa de sus propios pasados?

Clasificación por edades: 18+

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Es lo que hay

—Un helado con triple de chocolate, con menta y salsa de caramelo, virutas y un poco de nata montada con crema de chocolate. —Peyton tecleó el pedido y, con un suspiro, se volvió para preparar el helado del cliente.

Mientras añadía todos los ingredientes a la mezcla, no pudo evitar poner cara de asco al imaginarse cómo podría saber aquello.

«La gente tiene las papilas gustativas muy estropeadas», pensó mientras le entregaba al chico su helado poniéndole una sonrisa falsa, cogiendo el dinero y dejando que se marchara satisfecho.

—¡Qué asco! —exclamó cuando le vio dar un bocado al helado y disfrutarlo. «Chavales de instituto…».Puso los ojos en blanco y, de nuevo, se quedó sola y aburrida en la heladería.

Peyton trabajaba en una heladería de un centro comercial. Siempre estaba lleno de niños, ya que había un colegio cerca. Cuando tenía un día libre era feliz ya que podía trabajar en su otro trabajo, como dependienta en el cine.

No era nada del otro mundo, pero la ayudaba a salir adelante. De hecho, no tendría su pequeño apartamento de mala muerte sin ambos trabajos.

Era cierto, quizás Peyton viviera en un cuchitril, y puede que tuviera que trabajar como una esclava para adolescentes malcriados, pero en estos momentos no había oferta de trabajo para un perfil financiero como el suyo.

No sólo eso, sino que Peyton se negaba rotundamente a que sus padres se enteraran de su terrible situación económica. Si se enteraban, se lo echarían en cara y la martirizarían.

Le costaba pagar las facturas, pero era feliz y estaba orgullosa de ella misma. No necesitaba una mansión, ni amigos, ni a sus padres, ni un trabajo «importante».

Tenía estudios, y era espabilada. Suficiente.

Peyton sonrió cuando sonó su alarma. Por fin podía fichar, coger sus cosas e irse a casa.

El adolescente que también trabajaba en la heladería, y que por cierto odiaba a Peyton, acababa de llegar para cubrir el siguiente turno. Puso los ojos en blanco cuando la vio.

Obviamente, no entendía cómo una joven de veinticinco años podía trabajar en un sitio donde también podía hacerlo un adolescente.

Sin mediar palabra, Peyton cogió su bolsa, dejándola colgar del hombro mientras se dirigía a la salida del centro comercial.

Los coches y los autobuses pasaban mientras ella caminaba, y no podía evitar sentirse un poco triste por no tener todavía su propio coche.

«No es posible», se recordó a sí misma. De repente, miró al cielo preocupada. Pronto iba a llover y necesitaba llegar a casa antes de que eso ocurriera.

Con determinación, Peyton comenzó a caminar aún más rápido hacia el metro.

No sólo tenía que esquivar la lluvia, sino que además tenía que hacer un recorrido de diez minutos en cinco o perdería el último tren.

Y eso no podía suceder.

Al darse cuenta de que no lo conseguiría de otro modo, Peyton empezó a correr, chocando con la gente antes de llegar finalmente a la estación y bajar corriendo las escaleras, casi cayendo en el penúltimo escalón.

Pasó rápidamente su tarjeta y saltó al tren cuando las puertas se estaban cerrando. No había asientos vacíos. Cuando el tren empezó a moverse, Peyton se agachó, agarrándose de las rodillas y dando grandes bocanadas de aire.

Una vez calmada, se deslizó por la pared y se llevó las rodillas al pecho durante el resto del trayecto.

Peyton no pudo evitar preguntarse cómo habría sido su vida si hubiera hecho lo que sus padres esperaban que hiciera. ¿Hubiera vivido así, comiendo sólo cuando era posible? ¿O habría tenido alguna vez amigos? Tal vez, si todo fuera de otra manera, no tendría que vivir en un edificio de apartamentos en mal estado, lleno de drogadictos.

Pronto el tren se detuvo y Peyton corrió hasta la parada del autobús, llegando de nuevo al límite, y tomó asiento cerca del conductor.

Se quedó mirando por la ventana durante todo el trayecto, observando los árboles y tratando de encontrar su lugar entre todos sus pensamientos.

Ese día estaba dispersa. Sólo quería volver a casa y dormir, pero sabía que no iba a poder descansar.

Pronto el autobús se detuvo y Peyton fue la primera en bajarse. Ahora no llegaría tarde a ningún sitio así que podía tomarse con calma los veinticinco minutos de camino a casa.

Ya no tenía que seguir corriendo.

Comenzó a caminar por su barrio de mala muerte y a saludar a la gente a su paso.

Aquí, todo el mundo se conocía, quizá no de toda la vida, pero sí lo suficiente como para ayudarse mutuamente.

A lo lejos vio el bloque de edificios donde vivía mientras empezaba a sentir las gotas de lluvia sobre su cabeza. Gimió molesta e irritada y volvió a correr.

Una vez abrió el portal, a los treinta segundos de cerrarse las puertas, la lluvia empezó a caer con fuerza.

Subió agotada las escaleras hasta el quinto piso y entró, estremeciéndose cuando las bisagras chirriaron por lo viejas que estaban.

Cerrando la puerta de golpe, tiró su bolsa sobre la encimera; se dirigió a la nevera, la abrió y se decepcionó al ver lo único que había dentro: pasta precocinada.

La metió en el microondas para calentarla, pulsando «Start».

Nada.

—¡Estúpido! —gritó. Ahora su microondas estaba roto.

A punto de golpearlo, oyó que llamaban a la puerta. Se quedó mirando unos segundos y negó con la cabeza.

«No debe de ser nadie».

Volvió a oír un golpe y esperó un momento. De nuevo, volvió a escucharlo.

—¡Ya voy! —gritó y abrió la puerta; confundida, se quedó mirando a la persona que tenía delante.

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