Él y yo - Portada del libro

Él y yo

Marie Rose

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Chapter
15
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18+

Summary

Sienna-Rose Watson tiene seis hermanos, pero ella se lleva la palma: siempre tiene problemas con la controladora de su madre y su padre, que es muy abusivo. Así que intenta ahorrar todo lo posible en sus dos trabajos para huir de su hogar tóxico. Damien Black es un rey de la mafia y un monstruo despiadado. Cuando ve a Sienna-Rose por primera vez, sabe que ha de ser suya. Ella parece un ángel y él puede que sea el mismísimo diablo... ¿Pero acaso pueden ser una pareja celestial?

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40 Chapters

Capítulo Uno

SIENNA-ROSE

En una casita de dos plantas al final de la avenida Dretton, en la parte más pobre de Londres, vivía una familia de ocho personas. Era una casa pequeña con cuatro dormitorios, uno de los cuales pertenecía a mi hermano mayor, Olson.

Tenía veintiún años y seguía dependiendo de nuestra queridísima madre para todo. Nunca tuvo la determinación y el empuje necesarios para hacerse un nombre, pero supongo que algunas personas son diferentes.

No digo que haya nada de malo en seguir viviendo en casa una vez alcanzada esa edad, pero no rebosaba sentido común cuando se trataba de conocer lo básico para vivir solo.

Seguía esperando que todos los demás corrieran detrás de él limpiando sus desastres y asegurándose de que tuviera todo lo necesario, pero cuando digo todos, me refiero específicamente a mí.

La siguiente habitación de la casa, al otro lado del pasillo, pertenecía a mi hermana pequeña, Eloise, o Ellie, como le gusta llamarse. Es muy difícil.

No me refiero al tipo de difícil de una loca por los chicos; me refiero al tipo de difícil de una malcriada «que consigue lo que quiere, cuando quiere». Tenía quince años y nunca había tenido que esforzarse por nada en su vida.

Nuestros padres se rompían el lomo para darle lo que quisiera, lo cual era un gran indicador de que era la hija preferida de los dos.

Diría que no me importaba, que a pesar de lo que pensaran mis padres yo era feliz con quien era y no necesitaba su aprobación, pero habría estado mintiendo.

Al lado de Ellie estaba Michael. Era un chico muy reservado, increíblemente tranquilo para tener doce años. Nunca se le dio bien hablar con los demás, pero supongo que el misterio que escondía lo convertía en un favorito en esa casa.

Era raro verle salir de casa a menos que fuera para ir al colegio o para que se metiera en líos con sus amigos delincuentes.

Probablemente era peor que Ellie cuando se trataba de causar problemas, y caerle mal era como entregar voluntariamente tu alma al más oscuro de los males para ser utilizada como bolsa de boxeo.

Seguramente era capaz de hacer rabiar a cualquiera que no estuviera de acuerdo con él, supongo que ese era el privilegio de ser el favorito de nuestro padre.

En el cuarto dormitorio, y con diferencia el más grande, estaban los mismísimos rey y reina del infierno, mis padres.

Los monstruos que me perseguirán para siempre en las sombras más oscuras de mi mente, recordándome que quienes se supone que deben amarte y protegerte pueden ser quienes te destruyan.

Evitar cualquier tipo de confrontación con ambos era la opción más segura porque no eran precisamente merecedores del «premio a los padres del año» cuando se trataba de mí.

Mi madre fue una señora muy cariñosa en otros tiempos, siempre riendo por la vida con una sonrisa en la cara, pero cuando cumplí trece años y mi cuerpo empezó a cambiar, ella también lo hizo, pero no para mejor.

Desde entonces me educaron para creer que tenía que tener lo mejor de todo: una piel clara y un pelo increíble con una figura de modelo, de lo contrario ningún hombre me querría, y es triste porque hubo una época de mi vida en la que me lo creí.

Empezó a controlar lo que comía, cuándo podía comer y cuánto podía comer. La mitad de las veces las comidas eran más pequeñas que las de los más pequeños de la casa. Sus razones eran: «Un hombre elegirá siempre a una mujer delgada antes que a una zorra gorda».

No era lo único que controlaba: tuve que dejar de salir con todos mis amigos porque eran, y cito: «¡No lo bastante buenos para tu imagen!»

Mi forma de actuar tenía que dar una imagen de pura inocencia, de lo contrario recibía el peor castigo que podía imaginar. Una vez intenté ser yo misma cuando mi madre no estaba, pero en cuanto llegué a casa supe que había cometido un error.

Ella lo supo y no se contentó con ese castigo… Aún tengo una tira de piel un par de tonos más clara en el hombro como recordatorio de las consecuencias de mis actos.

No nos olvidemos de mi padre. Siempre había sido un hombre de muy pocas palabras, pero cuando hablaba pronto deseabas que no lo hiciera.

Cada palabra que salía de su boca era insultante y degradante, al menos para mí. Intenté no culparlo por ello, porque era adicto y llevaba luchando contra el alcoholismo desde que tuve uso de razón.

Sé que fue culpa suya por recurrir a esas alternativas para sus problemas, pero es mi padre y una parte de mí siempre le querrá a pesar de los errores que ha cometido.

Cuando tenía catorce años, un escenario aún más oscuro decidió presentarse en el hogar de los Watson. Fue el primer día que vi a mi padre golpear a mi madre por ira y celos. Eso empezó a convertirse en algo habitual con el paso del tiempo.

Una parte de mi padre es demasiado oscura, demasiado violenta para este mundo, y una parte de mí cree que mi madre lo sabe.

Ella nunca se enfrentó a mi padre; puede que fuera por miedo, o por la ilusión de que tal vez él cambiaría, pero yo nunca fui capaz de perdonarlo.

Cuando mi padre se ponía violento, yo intentaba que mis hermanos estuvieran en otro sitio, pero todo tiene sus consecuencias.

Un día me pillaron merodeando por el segundo piso después de asegurarme de que las bebés estuvieran a salvo y fue entonces cuando el título de víctima de mi padre cambió de mi madre a mí.

Los dos últimos miembros de la casa son Dianna y Emma, las pequeñas Watson.

Como Dianna solo tenía dieciocho meses y Emma tres, se quedaban en la habitación de mis padres. No es que me sintiera cómoda con eso, pero los vigilabebés podían ser útiles en situaciones como esa.

Quiero a esas bebés como si fueran mías, quizá porque prácticamente las estoy criando a las dos mientras mis padres están fuera haciendo quién sabe qué en algún lugar de la ciudad.

Eran lo único bueno que había en esa casa y temía el día en que nuestros padres consiguieran clavar sus garras en ellas, corromperlas y moldearlas para convertirlas en personas como ellos y mis hermanos.

Vivir en casa de los Watson no es fácil, sobre todo para mí.

Tengo dos trabajos para ayudar a cubrir mis necesidades diarias, como la comida y la ropa, y al mismo tiempo lograr que Dianna y Emma tengan todo lo que necesitan después de que mi padre malgaste todos nuestros ingresos en su adicción, que parece crecer cada día.

Mi habitación no es como las demás; está en lo más alto de la casa porque es el único sitio donde estaban dispuestos a ponerme una vez que todos los demás eligieron sus habitaciones.

Hay una corriente de aire que hace que un escalofrío me recorra la espina dorsal y, si empieza a llover, debo apretujarme en un rinconcito del desván donde tengo fardos de ropa vieja y mantas que uso para evitar los agujeros en donde se ha revuelto el embaldosado; también rezo por que la lluvia acabe pronto y no me ponga enferma.

No tengo muchas cosas porque, o bien son demasiado para meterlas en un espacio tan reducido, o simplemente no las necesito. Tengo una cajonera para la ropa, una cama baja que compré con mi primer sueldo y un despertador.

De todos modos, apenas paso tiempo en casa, así que no veía la necesidad de decorar la habitación con pequeñas baratijas y cualquier otra cosa que la gente utilice para hacerla suya.

Trabajo en un pequeño café llamado Café L'Amour de lunes a viernes todas las semanas. Suelo trabajar de 9.00 a 18.00 horas, pero los días que no hay mucha gente me puedo ir una hora antes.

Los lunes, miércoles, viernes y fines de semana trabajo en la discoteca Club Luminous como barman y camarera en las salas VIP cuando es necesario. Eso es desde las 7 de la tarde hasta las 5 de la mañana en un buen día, así que estoy constantemente ocupada.

El cambio de uniforme también es sencillo porque puedo llevar mi propia ropa mientras estoy en la cafetería y así puedo ir directamente a la discoteca sin parecer demasiado «fuera de lugar» mientras camino hacia allí.

Sin embargo, el atuendo que debemos llevar en la discoteca es una vergüenza. Es un top de cuero que parece más bien un sujetador deportivo con una cremallera delante, una falda corta a juego que apenas cubre el trasero y medias de red.

Hay mucha piel a la vista, pero mi encargado dice que eso atraerá a más clientes, lo que hace crecer el negocio. La gente del barrio siempre decía que mi encargado, Marcus Filton, era un cerdo que siempre tenía los ojos puestos en mujeres demasiado jóvenes para él.

Nunca les creí hasta que empecé a trabajar allí hace unos meses. Siempre que estoy trabajando, siento sus ojos pegados a mi culo.

Me muerdo la lengua por la única razón de que necesito el trabajo y enfrentarme a mi jefe por sus tendencias pervertidas no es la forma de conservarlo.

Personalmente, no me siento cómoda con el uniforme porque se me ve la barriga y los muslos, pero la mayoría de las mujeres con las que trabajo parecen estar seguras en su atuendo.

Siempre he sido consciente tanto de mis muslos como de mi barriga porque no soy precisamente delgada como un palo.

Soy más curvilínea, por lo que mis muslos son más grandes que los de la mayoría de las chicas con las que trabajo, lo que significa que mis caderas también son más anchas, para dar cabida a mi trasero más redondo, que apenas queda cubierto por el material de la falda, pero me las arreglo para que funcione, de alguna manera.

Cuando se trata de zapatos, Marcus es muy específico en lo que podemos y no podemos llevar y en la altura de los tacones. Yo elegí unos tacones de aguja negros de quince cm porque, en mi opinión, eran la opción más cómoda.

No me gustaría llevar las botas hasta el muslo y llamar aún más la atención sobre las zonas con las que me siento menos cómoda, pero cada uno tiene sus preferencias.

No es que odie necesariamente este trabajo, pero ha habido bastantes incidentes en los que he tenido que llamar a uno de los porteros de discoteca porque un borracho se pone demasiado manoseador mientras yo sirvo la mesa.

Algunas personas simplemente no entienden el concepto de que se les diga que no. No significa no; no es que me haga la difícil o intente hacerles creer que soy demasiado buena para ellos, así que mejor que saquen la cabeza del culo y se las arreglen solos.

Y eso nos trae al momento presente. Son las tres de la madrugada de un martes y no consigo conciliar el sueño. Mi mente se ha vuelto loca con todo el estrés mental y físico al que me someten a diario.

Me tumbo y miro cómo pasa el tiempo lentamente en el despertador a un lado de la cama y finalmente acepto el hecho de que será otra noche sin dormir.

Estoy empezando a acostumbrarme a funcionar con la falta de sueño que tengo en días como estos, pero me alegro de que sea martes y no un día que tenga que trabajar tanto en la cafetería como en la discoteca porque no hay nada peor que trabajar dos turnos seguidos con cero horas de sueño.

Lo he hecho algunas veces, pero cuando llego a la discoteca estoy demasiado cansada para preocuparme por el servicio que presto, lo que me lleva a hacer un par de gestos vulgares a unos cuantos viejos pervertidos sin pensar en las consecuencias.

Así que las propinas no son tan abundantes y me quedo sin dinero para el autobús para uno o dos días.

Cuando el reloj marca las 7:02 de la mañana ya estoy despierta y preparándome para empezar mi turno en la cafetería.

El lugar está a solo veinte minutos de mi casa, no está extremadamente lejos, pero me gusta llegar pronto para saludar a Sophie Hernández, mi jefa y la mujer más dulce sobre la faz de la tierra.

Básicamente ha sido una figura materna para mí, se asegura de que coma por las mañanas aunque sea algo tan pequeño como un pastelito de la estantería porque estoy «demasiado delgada para una mujer en crecimiento».

Pero yo no estoy de acuerdo. Creo que mi figura es demasiado grande para una mujer de mi edad y estatura. Tener diecinueve años y un metro setenta puede ser divertido, a menos que tu cuerpo sea como el mío y empieces a parecer una pera andante y parlante.

Cuando empezó mi turno, empecé a aprovisionar el expositor de pastelería, solo para acordarme del dolor en la parte baja de la espalda y en las muñecas que me había causado mi padre la noche anterior.

La escena se repitió en el fondo de mi mente casi al instante.

La fuerza de mi espalda al chocar contra la pared fue suficiente para que me temblaran las piernas y se me saliera el aire de los pulmones.

Tenía las muñecas atrapadas entre sus manos y la pared, de modo que no podía moverlas mientras me gritaba en la cara y me daba repetidos rodillazos en el estómago. Estaba completamente a su disposición.

Mi corazón se aceleraba y todo en mi interior gritaba que corriera y me escondiera. Mi padre no tenía un comportamiento fijo, así que nunca podía adivinar realmente su próximo movimiento, pero aunque pudiera, las posibilidades de poder bloquearlo eran casi nulas.

Algunos días me daba patadas, pero ese día no había sido uno de esos días.

Tras ser arrojada al otro lado del pasillo, contra la esquina de la mesa del comedor, un dolor agudo en la parte baja de la espalda se extendió por mi médula espinal, haciéndome sentir mareada y con náuseas.

Eso duró unas cuantas horas más.

El recuerdo quedará grabado para siempre, pero no siempre es algo malo; demuestra mi fortaleza, que puedo soportar algo terrible y aun así tener la voluntad de seguir adelante y ver otro amanecer.

De vuelta en el presente, miré hacia abajo, hacia la creciente herida. Tenía moratones en ambas muñecas, y puede que incluso una fractura en la izquierda, teniendo en cuenta el color más oscuro que tenía en comparación con la derecha.

Ya era demasiado tarde para cubrirlos. Tendría que guardar las manos en los bolsillos del delantal para no llamar la atención.

En ese momento sonó el timbre de la puerta, alertando a todos de que alguien había llegado.

—¿Te importaría servir a esta gente mientras termino acá, cariño? —Sophie era siempre muy educada, incluso cuando estaba bajo presión. Realmente desconcertaba a mi cerebro cómo podía permanecer tan tranquila y serena mientras trataba de dirigir ese lugar.

—Por supuesto, Sophie, ya estoy en ello —me dirigí desde el almacén hacia el frente, solo para encontrarme con los ojos más seductores que jamás había visto, un electrizante tono de ojos azul caribe que miraban directamente a mis pálidos ojos verdes.

La belleza de sus ojos era equiparable con su rostro.

Pelo negro oscuro, apenas lo bastante largo para pasar los dedos por él, pómulos altos que acompañaban una fuerte mandíbula y una nariz definida para unirlo todo.

No parecía mucho mayor que yo, pero su forma de comportarse era muy madura y probablemente intimidante para los que le rodeaban. Era lo que yo calificaría como pura perfección.

Mientras me acercaba lentamente al apuesto desconocido, no pude evitar fijarme en la diferencia de nuestras estaturas. En una primera suposición, diría que medía alrededor de un metro ochenta, tal vez un metro noventa.

No era alto como un larguirucho, tenía los hombros anchos. Un tipo voluminoso que probablemente pasaba todo su tiempo libre en el gimnasio para mantener el paquete de abdominales que se veía ligeramente a través de la camisa blanca que llevaba puesta.

Sus largas y musculosas piernas iban enfundadas en unos vaqueros negros, que combinaban a la perfección con la camisa para dar la sensación de «ni siquiera lo he intentado esta mañana, pero aun así tienes que respetarme».

—¿En qué puedo ayudarle esta mañana, señor? —intentaba mantener la profesionalidad y no asombrarme con la mirada del dios que tenía delante.

Fue como si el sonido de mi voz sacara al misterioso desconocido de su extraño comportamiento. Y tenía una voz a la altura de su aspecto.

—Vengo a ver a Sophie. ¿Te importaría llamarla, por favor? —con un rápido movimiento de cabeza, me dirigí a la cocina de atrás y me encontré con Sophie cubierta de harina mientras luchaba con lo que parecía ser masa para pasteles.

Acallando mi risa, decidí contarle a Sophie lo del apuesto desconocido de enfrente.

—Ehh, ¿Sophie? Hay un joven que quiere hablar contigo en la entrada. ¿Debería decirle que venga aquí?

Con su atención ahora puesta en mí, pasó corriendo a mi lado sin decir una palabra, como si tuviera prisa por ver a ese tipo. Como si la idea de hacerle esperar la aterrorizara.

Decidí quedarme atrás para darles privacidad, me acerqué a la masa abandonada y empecé a prepararla para meterla en el horno.

Me preguntaba de qué estaban hablando.

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