El rebelde lobo ruso - Portada del libro

El rebelde lobo ruso

S L Parker

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Chapter
15
Age Rating
18+

Summary

Al cumplir seis, Anna se mudó con sus abuelos después del asesinato de sus padres. Han pasado veinte años y los asesinos fueron capturados y asesinados. Es por fin hora de que Anna continúe con su vida. Tiene veintiséis y aún no ha conocido a su compañero ni tiene esperanza. Pero la manada Oborot llega por Navidad y tanto el Alfa Viktor como el Beta Erik la reclaman como compañera. Anna tiene que tomar una gran decisión, pero, ¿cómo puede saber cuál de esos apuestos lobos rusos es mejor?

Clasificación por edades: +18

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53 Chapters

Chapter 1

Prólogo

Chapter 2

Capítulo 1

Chapter 3

Capítulo 2

Chapter 4

Capítulo 3
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Prólogo

Anna

—Por favor, mamá. Por favor, papá. Despertad. Tengo miedo. —Anna sollozaba sobre los cuerpos sin vida de sus padres; sus cuerpos estaban rígidos y fríos bajo sus pequeñas manos. Su corazón hecho pedazos

Su confusa mente de seis años se negaba a reconocer la sangre que manchaba las impolutas sábanas color rosa palo de su madre.

Su pequeña nariz, con su sentido del olfato potenciado, se negaba a creer que el rancio olor a muerte y podredumbre procediera de los cuerpos que tenía delante.

—Por favor. —Sus sollozos incontrolables continuaron. El olor de la habitación y la visión de sus padres muertos frente a ella le provocaron arcadas, aunque nada salió de su estómago vacío.

No podían estar muertos; habían prometido mantenerla a salvo. ¿Cómo iban a poder protegerla del mundo si no estaban allí?

—Por favor. —La palabra fue susurrada esta vez, mientras su llanto y su tos se convertían en pequeños gemidos. Su cuerpo se desplomó entre el de sus padres y sus ojos se cerraron.

El silencio era insoportable.

***

Horas antes

Unas fuertes pisadas sonaron a través del techo y rebotaron en las paredes de la habitación de Anna, penetrando en sus pequeños oídos, despertándola de un profundo sueño.

Un rápido olfateo le indicó que aún era de madrugada; sus oídos captaron que los pájaros aún no se habían despertado, ya que todo estaba en silencio fuera de casa de su familia. ¿Quién estaba en la cocina?

Desde su cama, Anna no podía distinguir ningún olor extraño, pero las voces silenciosas que siguieron a otra serie de pisotones unos momentos después no eran las de sus padres.

Con la mirada fija en el techo, Anna siguió los sonidos de quien caminaba por la cocina de arriba y se acurrucó contra su cabecera, cubriéndose con el grueso edredón.

Entonces, la puerta de la escotilla, situada encima de ella, tembló bajo el peso de quien estaba encima.

Su corazón empezó a latir con fuerza en su pecho, tanto que temió que se le fuera a salir. Mamá y papá nunca se levantaban tan pronto y nunca habían traído amigos en casa.

Anna siguió el sonido de los pasos que se abrían paso por el suelo para dirigirse al pasillo. Volvieron a sonar voces apagadas antes de que la puerta principal se cerrara de golpe, dejando la casa en silencio.

Dejando a Anna con nada más que el sonido de su corazón atronador y su respiración agitada.

Anna intentó llamar a sus padres, pero sus labios no se movían.

Desde que tenía uso de razón, la única regla que no debía romperse era: “Nunca salgas de casa antes del amanecer”. Así que Anna se mantuvo callada y esperó hasta que salió el sol.

Cuando notó la claridad, desde su posición sentada contra la pared de su habitación pintada de rosa, se asomó por debajo de las sábanas.

Los golpes y las voces extrañas que habían sacado a Anna del sueño parecían haber ocurrido hacía una eternidad.

La habitación de Anna era un sótano transformado que estaba debajo de la cocina, donde se habían producido la mayoría de los golpes.

La puerta de la escotilla que separaba la habitación de Anna de la de arriba era prácticamente imperceptible.

El techo, que antes había temblado por el peso de las pesadas pisadas, ahora permanecía en silencio. Demasiado en silencio.

Quienquiera que hubiera estado en casa con sus padres se había ido ya hacía algunas horas, y finalmente había amanecido, dando paso al nuevo día.

Anna podía oír el piar de los pájaros que salían de sus nidos en los altos árboles que rodeaban su pequeña casa.

A estas alturas, el padre de Anna debería haber bajado a despertarla como cada mañana. Era domingo y eso significaba que iban a pasar toda la mañana en el lago pescando salmones para la cena.

De hecho, ya deberían estar allí; su padre siempre era el primero en levantarse, el más madrugador.

Estaba confundida y deseosa de moverse de la posición incómoda en la que se había quedado atrapada por miedo a que, si movía un músculo, le pasara algo malo.

Anna estiró sus extremidades y dejó caer el edredón de su cuerpo, ahora sobrecalentado; había utilizado el edredón como escudo para protegerse durante un número desconocido de horas.

Lo dolían todos los músculos.

Bajando de la cama, Anna sintió un alivio instantáneo cuando se estiró, con los brazos por encima de la cabeza, y moviendo su pequeño cuerpo ligeramente hacia atrás, asegurando un estiramiento completo del cuerpo.

Una vez satisfecha, Anna cruzó el pequeño espacio que separaba su cama de las chirriantes escaleras de madera que debía subir para llegar a la puerta de la escotilla. Dudó, todavía con miedo a hacer ruido.

Resignada a que no iba a romper ninguna regla, ya que el sol estaba bien presente, Anna decidió a subir.

Tuvo cuidado de pisar suavemente y en las partes de los escalones de madera que sabía que crujían menos.

La madera expuesta de las escaleras estaba fría, congelando sus manos y pies desnudos, pero sólo quería ver a sus padres, volver a bajar para buscar sus zapatillas y guantes podía esperar.

Anna extendió una pequeña mano una vez que llegó a la escotilla, consciente de su temblor, y luego agarró la fría manija de metal, que giró y empujó.

La puerta de la escotilla se levantó, pero pesaba mucho y sólo le permitió asomarse a través de ella. Girando ligeramente la cabeza hacia la derecha, de modo que su oído quedara frente a la pequeña abertura, se esforzó por oír algo.

Después de un largo momento de completo silencio, Anna encontró el valor para hablar.

—¿Mamá? ¿Papá? —gritó—. Estoy atascada. —Esperando a que vinieran corriendo, Anna miró por la cocina todo lo que pudo a través del pequeño hueco.

Ladeó ligeramente la cabeza para ver mejor y vio que la persiana seguía cerrada.

La cafetera que su madre preparaba sistemáticamente cada mañana antes del amanecer seguía guardada en el armario de la pared. ¿Quizá se habían quedado dormidos después de que sus invitados se fueran de madrugada?

Después de unos minutos sin respuesta, Anna empezó a sentir pánico. Era imposible que hubieran salido y la hubieran dejado sola. Nunca lo habían hecho.

El inquietante silencio que llenaba su casa hizo que el miedo se instalara en su pequeño cuerpo, instándola a acobardarse y refugiarse en su cama y esperar, como le habían dicho que hiciera cada noche hasta que su padre fuera a despertarla después del amanecer.

Reprimiendo esa necesidad más fuerte de estar con su madre y su padre, hizo acopio de la fuerza extra que sus padres le habían prohibido utilizar a menos que hubiera una emergencia y empujó la vieja puerta de madera de la escotilla.

En lugar de encontrar resistencia esta vez, la puerta de la escotilla se abrió de golpe, lanzando al aire lo que la había estado bloqueando.

Un segundo después, la mesa de la cocina se estrelló a medio metro de la escotilla abierta. Anna retrocedió un par de pasos, esperando el sonido de las voces de sus padres enfadados por el ruido que había hecho.

La confusión se apoderó de ella. ¿Por qué estaba la mesa bloqueando su puerta oculta?

Después de otro largo momento sin que sus padres dijeran nada, Anna volvió a asomarse lentamente y, otro minuto después, salió, dejando la puerta de la escotilla abierta por si tenía que volver a esconderse.

No hay nada como la sensación de seguridad de estar arropado bajo un grueso edredón en tu propia habitación.

Anna comenzó a moverse; el suelo de madera bajo sus pies estaba helado.

A estas alturas de la mañana, su padre solía tener el fuego encendido, calentando la casa con su calor, pero hoy, en cambio, no había nada y ahora todo su cuerpo estaba helado.

Fuera, la nieve caía, cubriendo de blanco el bosque y la casa. La cabaña se enfriaría aún más si no se encendía un fuego pronto.

Las huellas de botas de nieve hechas por los visitantes horas antes manchaban el suelo de madera; la casa estaba tan fría que la nieve no se había derretido del todo.

El corazón de Anna empezó a retumbar de nuevo cuando se dio cuenta de que algunas de las huellas de las botas estaban mezcladas con algo de color rojo. Salió corriendo de la cocina y recorrió el pasillo.

No miró hacia atrás mientras movía sus pequeñas piernas, concentrada únicamente en llegar a la habitación de sus padres. Sus pequeños pies chapotearon en el aguanieve manchado de rojo mientras corría, haciéndola resbalar una vez.

Anna percibió un olor horrible cuando se detuvo a un metro de la puerta de roble medio abierta que le impedía ver el interior de la habitación de sus padres.

El olor le recordaba a cuando su padre la había llevado a cazar.

Recordó que se habían topado con un ciervo que llevaba varios días muerto y en descomposición. El hedor había sido tan vil y fuerte para el delicado olfato en desarrollo de Anna que habían tenido que abandonar la zona.

Nunca olvidaría ese olor.

¿Por qué tendrían mamá y papá un animal muerto en su habitación?

Con las piernas débiles y temblorosas, Anna acortó la distancia que la separaba de la puerta, luego extendió la mano y la empujó, revelando el interior de la habitación. Un escalofrío le subió por la espalda.

Negándose a creer lo que veían sus ojos, Anna pronunció las primeras palabras que se le ocurrieron.

—¿Seguís durmiendo? —preguntó en voz baja. El olor era más fuerte dentro de la habitación, pero no había ningún animal muerto. El olor provenía de la cama, de ellos.

También percibió otros olores. Unos que no podía nombrar ni ubicar. El olor de múltiples forasteros llenaba el aire.

Olió la suciedad procedente de las grandes huellas húmedas que marcaban el suelo en líneas perfectas hasta la cama, manchando la inmaculada alfombra crema de su madre.

Podía oler la sangre que manchaba las sábanas de color rosa palo que cubrían los cuerpos de sus padres hasta el cuello. Sobre el edredón, las cabezas de sus padres descansaban en sus almohadas.

Ojos cerrados, con aspecto tranquilo. Pero su color no era el adecuado, y Anna sabía que la sangre que manchaba las sábanas era la causa.

Dejando escapar el sollozo que había estado conteniendo, Anna se liberó del frío que la mantenía inmovilizada y corrió hacia la cama. Saltó encima de las mantas, aterrizando entre los cuerpos de sus padres.

Anna los sacudió a ambos, rogando que se despertaran.

Los pasos que había oído durante la noche no pertenecían a ningún amigo de sus padres; alguien habían entrado en su casa y les había hecho daño.

—Por favor, mamá. Por favor, papá. Despertad. Tengo miedo. Por favor. —Sus sollozos incontrolables continuaron. El olor de la habitación, la visión de sus padres y la combinación de ambos le provocaron arcadas.

Nada salió de su estómago vacío. No podían estar muertos; habían prometido mantenerla a salvo. ¿Cómo iban a poder protegerla del mundo si no estaban allí?

—Por favor. —La palabra fue susurrada esta vez mientras su llanto y su tos se reducían a pequeños gemidos. Su pequeño cuerpo se desplomó entre el de sus padres y sus ojos se cerraron. El silencio era insoportable.

Una eternidad después, o eso le pareció, Anna oyó un sonido. Se levantó del lugar donde había estado acostada entre los cuerpos sin vida de sus padres y se esforzó por escuchar.

Se oyó movimiento en el exterior de la casa de campo. Había alguien en la puerta principal. Oyó el sonido de la manilla de la puerta al girar, el chirrido de la puerta al abrirse y luego el sonido de unas voces.

—¿Por qué has tardado tanto en encontrarlos? —dijo una voz masculina profunda—. Se supone que eres el mejor rastreador del estado.

—¡No he visto a mi hijo en ocho años, por el amor de Dios! —Anna podía oler la ira del hombre desde donde estaba sentada; el poder que transmitía sólo con su voz la hacía temblar de miedo.

Las palabras que dijeron no se registraron en su cerebro. ¿Las personas que hicieron daño a sus padres habían vuelto a por ella?

—Lo siento, Alfa. —Otra voz masculina, aunque esta era más baja—. Cubrieron bien sus huellas. Un lugar como este, tan alejado, fue casi imposible encontrar un rastro...

—¡Quietos! —Una voz femenina interrumpió a los hombres. Los pasos ligeros que habían estado dando se detuvieron—. ¿Oléis eso? —Anna pudo oír el cómo olfateaban; ¿podían olerla? La mujer gruñó.

—Todos, vigilad vuestras espaldas.

Los pasos volvieron a empezar a moverse hacia la habitación en la que se encontraba. Se hicieron más fuertes a medida que los intrusos se acercaban.

Anna comenzó a arrastrarse hacia atrás sobre sus manos y sus rodillas mientras el miedo se apoderaba de su cuerpo. Su necesidad de esconderse era abrumadora, hasta el punto de temblar incontroladamente y agitar su respiración.

No podía volver a su dormitorio sin pasar por delante de los intrusos.

Su cabeza se movió de un lado a otro mientras analizaba frenéticamente con la mirada cada rincón de la habitación. Antes de que pudiera actuar, los pasos se detuvieron frente a la puerta.

El cuerpo de Anna se estremeció de terror. Nadie la protegería ahora. La pistola de su padre estaba en el salón, los cuchillos estaban en la cocina, y ella no tenía nada.

Una figura vestida de negro entró en la puerta. Una mujer. Su largo pelo negro como el carbón y sus rasgos eran muy parecidos a los de la madre de Anna.

Un gruñido salió de los labios de Anna cuando la mujer hizo un movimiento para acercarse a ella. La mujer dejó caer el arma al suelo y gimió mientras miraba a sus padres más allá de Anna.

Los padres de Anna le habían dicho que nunca le gruñera a nadie, pero el ruido le salió de lo más profundo de su pecho y no pudo evitarlo.

La mujer se acercó lentamente a ella, con las manos levantadas como si se rindiera. La siguieron más figuras oscuras.

Las cortinas estaban abiertas en el dormitorio, pero el sol aún no había atravesado del todo los árboles que daban sombra a la casa de campo, por lo que Anna no podía distinguir los detalles faciales de las personas que estaban detrás de la mujer.

El último en entrar en la sala, un hombre, echó una mirada a Anna, luego a sus padres, que yacían inmóviles detrás de ella, y echó la cabeza hacia atrás, soltando un rugido descomunal.

El terror sacudió el cuerpo de Anna y el impulso de huir se apoderó de ella. Se lanzó de la cama, corriendo hacia la ventana.

No estaba abierta, pero tal vez si utilizaba su fuerza extra podría romper el cristal y escapar. A partir de ahí, el problema era que aún no tenía ni idea de a dónde ir.

Unas manos rodearon su pequeña cintura y la levantaron del suelo antes de que pudiera acercarse a su vía de escape. Anna gruñó y arañó las fuertes manos que la sujetaban.

Esas manos la hicieron girar. Rápidamente, se dio cuenta de que el hombre que la sujetaba era el que había rugido, lo que sólo la hizo gemir y forcejear más. Él gruñó profundamente en respuesta.

Anna se detuvo cuando una sensación de familiaridad la invadió. Miró fijamente los ojos entrecerrados y llenos de dolor de aquel hombre. Conocía esos ojos. Conocía su olor. Olía igual que...

—¿Papá? —preguntó ella. Los ojos del hombre se ablandaron y luego se volvieron vidriosos.

—No —respondió suavemente, sacudiendo ligeramente la cabeza—. Soy el papá de tu papá. ¿Lo entiendes?

—¿Abuelo? —Ella conocía su cara. Su padre le había mostrado fotos de este hombre, le había contado historias sobre él.

—Hueles como mi papá. —Ella moqueó; sus ojos se nublaron cuando las lágrimas se desbordaron, corriendo por sus mejillas—. ¿Quieres despertarlo a él y a mamá, por favor?

La acercó a él y la acunó en el calor de su pecho. —Lo siento, cariño. —Habló mientras le acariciaba la espalda—. Se han ido.

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