La bibliotecaria

La bibliotecaria

Damian empujó a Monique contra la estantería del rincón más alejado y oscuro de la biblioteca, le agarró las muñecas por encima de la cabeza y la obligó a levantar el pecho contra él.

Varios libros se tambalearon y cayeron al suelo a su alrededor, rompiendo el silencio mientras leves volutas de polvo flotaban en el aire. A lo lejos, en la recepción, se oyó un «shhh» del compañero de trabajo de Monique.

Damian se inclinó hacia ella. Su mano libre se aferró a la estantería, aprisionándola por un lado. Monique nunca había hecho esto antes, pero los ojos oscuros de este hombre sexy la habían inmovilizado.

No podía detenerlo, aunque quisiera. Su corazón se aceleró por la expectación y la adrenalina recorrió su cuerpo.

Se inclinó hacia ella, con las cerdas de su sombra de las cinco de la tarde haciéndole cosquillas en la mejilla, y le susurró bruscamente: —Shhh, señorita M. No querría que nadie oyera lo que trama, ¿verdad?

Monique se lamió los labios y sacudió la cabeza, intentando desesperadamente controlar su agitada respiración.

Damian acercó su cara a la de ella y le mordió el labio inferior, tirando de él suavemente pero con la fuerza suficiente para arrancarle un gemido.

Soltó el estante y trazó un pulgar desde el lateral de sus pesadas tetas hasta el pezón, rodeándolo. Bajó el dedo y le agarró el hueso de la cadera con fuerza, atrayéndola contra él. Su piel era suave, y la ligera fragancia a vainilla de ella los envolvía a los dos.

Bajó la boca para deleitarse con su cuello. Lamió y chupó la sensible piel, y los maullidos de ella salieron en desesperados jadeos.

—Qué niña tan traviesa —gruñó roncamente, mordiendo su cuello y apretando la palpitante erección contra el interior de su muslo—. Creo que te gusta la idea de que te pillen.

Un gemido se escapó de su boca enfurruñada y asintió frenéticamente. ¿Desde cuándo se quedaba sin palabras? Algo en ese hombre confundía sus sentidos y la dejaba murmurando palabras a medias.

Monique tiró de sus manos, que Damian sujetó con fuerza. Llevó la mano libre hasta los botones de la blusa y los abrió.

Su blusa, antes pulcra, colgaba ahora a lo ancho. Las copas de su sujetador apenas contenían sus tetas. —Joder, señorita M... ¿Quién iba a saber que escondía todo esto bajo las chaquetas de sus trajes? —Damian chocó los puños mentalmente. Tenía las tetas más turgentes que había visto en su vida.

Las pupilas de Monique se dilataron. No podía hacer otra cosa que ver cómo aquel hombre seguía haciendo realidad su fantasía más profunda. Ninguno de sus libros románticos sería comparable a la mirada ardiente que él le dirigía.

—Yo... ni siquiera sé cómo te llamas —consiguió jadear cuando él le bajó las copas del sujetador y gimió al ver cómo se le desbordaban los pechos y cómo la tela los empujaba hacia arriba.

Sin responderle, Damian le soltó las muñecas, le apretó las tetas y le acercó la cara al pecho.

Usó la parte plana de la lengua para lamer tranquilamente el pezón, y sonrió cuando Monique gimió y se llevó la mano a la boca.

Damian sonrió con picardía. —Mi nombre —murmuró entre mordiscos y lametones a su pezón—. Ya sabe cómo me llamo, Srta. M. Vengo a la biblioteca todas las semanas.

La cabeza de Monique daba vueltas. Apenas podía recordar su propio nombre, y mucho menos el de este sexy desconocido.