La fuerza de la rosa - Portada del libro

La fuerza de la rosa

Audra Symphony

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Chapter
15
Age Rating
18+

Summary

Tras la muerte de su padre, el rey, Deanna se encuentra en una peligrosa situación. Es una princesa bastarda, y su madrastra, la reina Rosaline, y su hermanastro, el príncipe Lamont, harán todo lo posible para conseguir expulsarla de la corte. Sola y sin nadie que la proteja, Deanna empieza a temer por su vida. Pero cuando empiezan a llegar los pretendientes para cortejar a la reina Rosaline, Deanna conoce a un apuesto forastero de una tierra lejana que puede ofrecerle la salvación que busca...

Calificación por edades: 18+

Autora original: Audra Symphony

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El lecho de muerte

DEANNA

Deanna se estremeció cuando una espina del tallo de una rosa le atravesó la delicada piel.

Un sabor metálico impregnó su lengua al llevarse el dedo a los labios para intentar curar la herida.

No era normal que le sucediera algo así, pero las nubes que se arremolinaban encima suyo y el sonido de un suave trueno desviaron su atención.

No había lugar en el mundo, creía ella, más tranquilo que los jardines de los terrenos de su querido castillo, pero el cielo que se oscurecía en lo alto contaba una historia diferente.

Se giró alarmada cuando oyó el tintineo de una campana.

Algo va mal.

Deanna vio a su fiel sirvienta, Mary, corriendo hacia ella, llamándola frenéticamente.

Se quedó sin aliento cuando consiguió alcanzar a la princesa, pero logró hablar.

—¡El rey! ¡Tu padre, el rey!

Deanna palideció.

Sin esperar otra palabra, la princesa dejó caer sus tijeras y se apresuró hacia el castillo.

Llegó a los aposentos de su padre.

Llamó suavemente, temiendo lo que encontraría dentro.

—Entra —dijo una voz severa.

Deanna entró en la habitación y realizó dos reverencias en dirección a la gran cama.

La única luz de la sala provenía del fuego que se extinguía.

Deanna se estremeció. Incluso las llamas parecían frías.

—Mi adorable Deanna —susurró su padre a través de las cortinas del dosel. Se veía tan pequeño en esa gran cama.

—¿Cómo estáis, padre? —preguntó Deanna.

—¿A ti qué te parece, estúpida? —le contestó la voz que la había hecho entrar—. Se está muriendo.

Deanna se volvió hacia la mujer sentada junto a su cama. Llevaba un lujoso vestido rojo y joyas que brillaban a la luz del fuego alrededor del cuello.

—Hola, reina madre —respondió Deanna. La reina se giró hacia su marido.

—Padre, le he traído flores frescas —dijo Deanna, acercándose a un jarrón.

Quitó un arreglo viejo y marchito y lo sustituyó por las rosas recién cortadas.

La reina dejó escapar un delicado estornudo y se cubrió la nariz con un pañuelo.

Deanna reprimió una sonrisa.

—Gracias, mi vida. —El rey sonrió.

Le tendió la mano y Deanna abandonó las flores para acercarse a él.

Los dedos de su padre se movían entre los de ella, su agarre apenas era una sombra de esas fuertes manos que solían sostenerle la cabeza cuando Deanna era una niña.

—Siempre has sido más hija de las flores que mía —se rió el rey.

Deanna tuvo que acercarse para oírle hablar. Nunca lo había visto tan débil.

Ya me siento sola.

—Es una bendición ser hija de un rey como usted, padre. —Deanna sonrió, intentando disimular su preocupación.

La reina le dirigió una mirada de disgusto.

—Mi reina. —El rey se volvió hacia ella—. ¿Podría darnos un momento? Me gustaría hablar con Deanna a solas.

—Claro. Debo ocuparme de los sirvientes —respondió ella, levantándose—. Alguien debe dirigir esta casa.

Deanna agradeció la privacidad.

La puerta se cerró un poco más fuerte de lo necesario. Deanna se quedó mirándola un momento.

¿Siempre me odiará tanto?

Siento que hayas crecido con tanta dureza —dijo el rey, llamando de nuevo la atención de su hija.

—No, padre —respondió Deanna, apretando su mano—. He tenido más de lo que cualquier princesa bastarda podría merecer.

Su padre frunció el ceño al oír la palabra “bastarda”.

—Eres mi hija y una princesa legítima tanto como cualquiera de tus hermanas —le aseguró el rey.

Era, en efecto, un rey y un padre generoso.

Sin embargo, Deanna no era hija de la reina, por lo que siempre fue considerada como la hija bastarda del rey Harold Harrell de Albarel.

—Lo que más me preocupa eres tú —continuó el rey.

—¿Por qué?

—No estaré por aquí mucho tiempo...

Incluso ahora, tuvo que dejar de hablar para tomar una bocanada de aire, y Deanna aprovechó esa oportunidad para interrumpirlo.

—Padre, no debes decir esas cosas. —Mientras hablaba, el corazón de Deanna se le encogía en el pecho.

Llevaba semanas enfermo y en los últimos días había empeorado.

Los médicos del castillo no sabían cómo ayudar a su rey.

—Calla, Deanna, y déjame terminar —respondió el rey.

—Sí, Su Majestad.

El rey levantó una mano para acariciar su mejilla. —No estaré por aquí mucho tiempo.

Otra pausa.

Mirando a los ojos de su padre, Deanna supo que tenía razón. Era como ver la llama vacilante de una vela consumiéndose hasta el final de su mecha.

Nunca lo había visto tan débil.

Me rompe el corazón que esté en ese estado.

Pero, por Dios, temo lo que viene cuando ya no esté.

El rey continuó: —Como sabes, la reina gobernará hasta la coronación de tu hermano Lamont.

El príncipe Lamont la detestaba tanto como la reina, aunque Deanna nunca entendió por qué. El resto de sus hermanastros la trataban como si fuera una más de la familia.

Hacía tiempo que Deanna había renunciado a desarrollar una relación cálida con la Reina Madre, pero aún mantenía la esperanza de que Lamont fuera ablandando su corazón a medida que madurara.

El príncipe era el siguiente en la línea de sucesión al trono, pero no podía gobernar hasta cumplir los veinticinco años, lo que significaba que la reina sería la única gobernante durante cinco años si el rey Harrell moría.

Deanna contuvo las lágrimas mientras su padre hablaba.

—Rosaline nunca me ha perdonado por enamorarme de tu madre...

Deanna permaneció en silencio. Su padre rara vez mencionaba a su madre, y cuando lo hacía, ella se aferraba a cada sílaba.

—Me temo que lo pagará contigo cuando yo ya no esté —terminó, cerrando los ojos mientras se tomaba un respiro tras el esfuerzo de hablar.

La historia de Deanna era conocida por los sirvientes, los aldeanos... por todos.

La madre de Deanna fue una de las damas de compañía de la reina Rosaline.

Ella y el rey se enamoraron e iniciaron un romance.

A la reina no le importó la infidelidad, pero su amor mutuo fue inaceptable.

El amor era mucho más poderoso que una simple aventura.

La reina era inteligente, y sabía que el amor le otorgaba poder a aquella mujer.

Intentó desterrar a la madre de Deanna de la corte, pero el rey no lo permitió.

Era demasiado tarde.

Estaba embarazada.

Cuando la madre de Deanna murió durante el parto, en lugar de enviar a la niña a sus parientes, como era habitual, el rey la reclamó y la llamó Deanna.

Para proteger la línea de sucesión, la reina quiso asegurarse de que su hijastra fuera enviada a un convento cuando tuviera la edad suficiente.

Pero el padre de Deanna no solo no estuvo de acuerdo, sino que nombró a su hija heredera como sus hermanos.

Deanna se encontró en una posición inusual, ya que, aunque era heredera del rey e igual a sus hermanos, a ojos de los demás seguía siendo una hija ilegítima según la ley tradicional.

El reino llamaba a Deanna la “princesa bastarda”, un título que conoció muy pronto.

Al crecer, Deanna se convirtió en una niña muy especial.

A menudo acompañaba al rey a la aldea que rodeaba el castillo.

Los aldeanos se enamoraron de su belleza y generosidad. O eso le decían cada vez que podían.

Deanna pasó todo el tiempo que le permitieron aprendiendo de los curanderos sobre los remedios que utilizaban para ayudar a los enfermos.

Quería saber los ingredientes de cada bálsamo y dónde podía encontrar las plantas con las que se elaboraban.

Convenció a los jardineros para que plantaran todas esas útiles hierbas en los terrenos del castillo, donde las cuidaba y cosechaba para ayudar a todo aquel que lo necesitara.

Ahora, todavía se escapa al pueblo a veces para ayudar en el hospital.

Deanna volvió a centrar su atención en su padre, que había vuelto a abrir los ojos e intentaba continuar su conversación.

Volvió a acercarse.

—He enviado cartas a los reinos vecinos en busca de un marido para ti —le dijo el rey—, para llevarte lejos de aquí, para que puedas vivir tu vida segura y feliz.

—Pero, padre, usted sabe que ningún noble querría casarse conmigo —respondió Deanna.

Nunca entiende que el mundo no me ve como él.

No soy una pareja deseable para nadie.

No debes quedarte aquí, Deanna —insistió su padre.

—Pero Albarel es mi casa —respondió.

Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas mientras Deanna se imaginaba el reino sin su padre.

—Tu casa puede ser pronto un lugar peligroso para ti. Eres producto del amor, no del deber. Como tal, eres una amenaza para la reina, lo entiendas o no...

—Y aunque es mi esposa —continuó—, no se apiadará de la hija de un vientre ajeno. Y tengo razones para creer que Lamont será peor.

—Es joven e imprudente, y no muestra la misma moderación que su madre. Presta atención a mi advertencia, niña. Debes tener cuidado.

—Lo haré, padre —prometió Deanna. Lo abrazó con fuerza, sintiendo sus huesos a través del camisón.

—Te quiero —susurró ella, intentando calmar sus emociones.

—Lo sé, mi vida —respondió su padre.

Ambos se sentaron en silencio mientras la respiración del rey se hacía más agitada con cada inhalación.

Deanna temía que ésta fuera la última conversación que tuviera con su padre.

Sabía que le había comunicado todo lo que quería que supiera y, sin embargo, deseaba tener más que decir.

Como si la urgencia de un último mensaje pudiera retrasar su muerte un día más.

Poco después, los médicos del rey echaron a la princesa de la habitación.

La reina había estado esperando fuera, junto con Lamont. Estaban al acecho en el pasillo, justo delante de la puerta de la alcoba del rey.

La reina fingió estar inspeccionando los daños en uno de los tapices que colgaban allí, pero Lamont estableció un contacto visual directo con Deanna mientras salía de la habitación.

¿Por qué su presencia siempre me da escalofríos?

Mientras Deanna pasaba junto a su madrastra, secándose las lágrimas de los ojos, la reina habló en voz baja.

—Las cosas van a cambiar, Deanna. Espero que estés preparada.

***

BIANCA

Lejos del norte, en el reino de Summoner, un mensajero se inclinó para entregarle un pergamino enrollado a una mujer delgada y anciana de pelo blanco como la nieve.

—Gracias, Peadar —dijo Lady Bianca, cogiendo el pergamino y rompiendo el sello de cera de Albarel que lo mantenía cerrado.

Se oía por todas partes que el rey Harold Harrel estaba enfermo, y Bianca suspiró al pensar en la muerte del amable y gentil gobernante.

Desplegó la carta. Sus ojos recorrieron la página.

...así que debes entender el apuro en el que me encuentro. Te llamo en mi momento de necesidad. Tu hijo no podría encontrar una esposa más dulce si buscara entre los ángeles del mismísimo cielo...

La puerta de la sala del trono se abrió y la mujer dejó de leer.

—Hola, tía. ¿Cómo estás? —la saludó su sobrino despreocupadamente, pasándose una mano por el pelo rubio.

—Hoy estoy bien.

—¿Qué es esa carta?

—Nada que te concierna.

Se rió, pero su ceño se frunció ligeramente ante su evasiva.

Volvió a llamar a su criado, que entró rápidamente y se acercó al trono.

—Quema esto —le dijo Lady Bianca, devolviéndole el mensaje.

Se compadecía de la situación de la joven, pero el bienestar de su familia es lo primero.

La princesa bastarda tendría que enfrentar su situación sola.

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