Elección rebelde - Portada del libro

Elección rebelde

Michelle Torlot

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Chapter
15
Age Rating
18+

Summary

Durante nueve largos años, el padre de Katie, un sanguinario alfa rebelde, la ha enido cautiva. Cuando parece que Katie se va a rendir, consigue escapar y la captura Kane, el alfa de otra manada. Aunque espera que la asesinen y la torturen, Katie se sorprende al descubrir una manada que la acoge. Por desgracia, su padre la sigue... junto con algunos secretos del pasado.

Clasificación por edades: +18

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Territorio de Luna de Sangre

KATIE

Me bajé el gorro para taparme las orejas, ocultando mi pelo pelirrojo.

Me subí el cuello de la chaqueta para intentar mantener el calor y metí las manos en los bolsillos de los vaqueros.

Al entrar en el local de comida rápida, sólo pensaba en una cosa: una hamburguesa con queso. Quizás eso me ayudará a no tener tanto frío.

Era enero y, aunque no había nieve, la temperatura había bajado en picado.

Me alegré de ver que no había cola cuando me acerqué al mostrador. Miré a mi alrededor y también me alegré de que nadie se hubiera fijado en mí, salvo el chico del mostrador.

Se quedó mirándome con miedo en los ojos. Podía oler su pánico, incluso por encima del persistente olor a hamburguesas grasientas que impregnaba el aire.

—Una hamburguesa con queso. —afirmé rotundamente.

—¡No deberías estar aquí! —siseó y miró detrás de mí a las mesas vacías.

—¿Te das cuenta de que estás en territorio de Luna de Sangre…? —susurró, con un temblor en la voz.

—¡No quiero problemas! —añadió.

Le fulminé con la mirada.

—¡No tendrás ningún problema si me das una puta hamburguesa con queso! —gruñí.

Rápidamente cogió una hamburguesa que estaba debajo de la parrilla y le puso encima una loncha de queso. Cuando el queso se derritió, la metió en un panecillo y colocó el contenido en una caja de poliestireno.

—¡Con cebolla! —gruñí.

Puso los ojos en blanco y abrió la caja. Luego levantó rápidamente la rebanada de pan y echó unas cebollas por encima. Cerró la caja y la empujó al otro lado del mostrador.

Cogí mi hamburguesa y me di la vuelta para alejarme.

—¡Eh! ¡No has pagado! —gritó.

Me giré y le miré con desprecio.

—No es tu día de suerte, ¿verdad, chico Alfa? —Podía oler su aroma. Era claramente el cachorro de un Alfa.

Dudé unos segundos para ver si tenía intención de insistir, pero no lo hizo. Sabía que no lo haría, el muy cobarde bastardo.

Los hombres lobo de una manada sólo empezaban una pelea si sabían que te superaban en número. Los rebeldes, en cambio, no aceptaban una mierda.

Ser la hija de Mason Ridgeway no tenía muchas ventajas, pero asustar a los cachorros de la manada era una de ellas.

Había sabido quién era en cuanto entré por la puerta. Me había esforzado por disimularlo, como siempre insistía mi padre. Por suerte, era el único hombre lobo que había en el local.

Sin embargo, seguía metida en un buen lío por un par de razones. Uno, se suponía que no podía salir de la casa en la que estábamos quedándonos. Dos, seguro que ese cachorro mocoso se lo contaría todo a su papá Alfa.

Me comí la hamburguesa mientras volvía a casa. Las calles estaban tranquilas y nadie me seguía. Cuando terminé la comida, tiré el recipiente.

Al llegar a casa, abrí la puerta de un empujón y entré.

Mi padre me miró con sus profundos ojos azules. Su pelo castaño oscuro parecía despeinado. En realidad no nos parecíamos mucho, aparte quizá de nuestros temperamentos.

—¿Dónde coño has estado? —me gruñó.

Decidí provocarle: —¡Fuera!

Sin esperar a que me respondiera, me dirigí hacia una de las habitaciones, donde solía dormir.

Pero antes de que pudiera llegar a la puerta, me agarró, hizo que me diera la vuelta y me dio una bofetada en la cara.

El guantazo que me dio fue tal que acabé en el suelo.

—¡Te he dicho que no salgas de esta casa! —gruñó, con los ojos momentáneamente negros.

Me llevé el dedo al labio y me limpié la sangre que empezaba a caer por la brecha del golpe que me había dado.

Le fulminé con la mirada y siseé: —¡Y te dije que tenía hambre!

Nunca me resultó fácil achantarme. Siempre tenía una respuesta inteligente, y siempre sufría por ello. Hoy no era una excepción.

Antes de que pudiera parpadear, me agarró por el cuello y me estampó contra la pared. Luego me arrancó el gorro de un tirón y lo tiró al suelo.

Mi larga melena pelirroja, que tenía recogida, me cayó por los hombros.

Me soltó la garganta y me agarró del pelo, tirándome con violencia de la cabeza hacia atrás. Sentí como si me clavaran mil agujas en el cráneo. Pero me negué a llorar o a hacer ningún ruido.

Sabía que no debía luchar; cuanto más luchara, peor sería.

Sus ojos se entrecerraron y me miró fijamente. Mis fosas nasales se encendieron de rabia y mi respiración se aceleró.

Sentí que el corazón me latía con fuerza en el pecho. Seguramente estaba oliendo mi miedo, y eso, probablemente, empeoraría las cosas.

—¡Eres igual que tu madre! —siseó.

Cuando levantó la otra mano, me estremecí ligeramente. Me sonrió, satisfecho por lo que había conseguido. Era un cabrón sádico, incluso con su hija.

De sus dedos brotaron garras mientras sus ojos se volvían completamente negros.

Gemí cuando me pasó una garra por la garganta, lo suficiente fuerte para que la sintiera sin llegar a hacerme una herida.

Luego me la pasó por la mejilla, esta vez más profundamente. Me escoció la cara y sentí que empezaba a salir sangre del corte que me había hecho.

—¡Más vale que tengas cuidado, Katie, o podrías acabar como ella! —gruñó.

Sentí que me subía la bilis a la garganta, pero volví a tragarla. Sonrió satisfecho y me soltó.

Sabía exactamente a qué se refería. No quería que me convirtiera en una joven guapa y sensible, como había sido mi madre; mi pelo rojo era un reflejo del suyo, al igual que mis ojos color avellana. Quería decir que acabaría muerta.

Me hizo ver cómo la mató. Se hartó de que fuera una rebelde y encontró una manada que la acogiera a ella y a mí. Estaba huyendo de mi padre.

Sin embargo, no llegamos lejos. A eso, él lo llamó la traición definitiva, y la traición definitiva necesitaba un castigo definitivo.

Uno de los rebeldes me sujetó, obligándome a ver cómo las manos llenas de garras de mi padre se hundían en el pecho de mi madre y le arrancaban el corazón que aún le palpitaba.

Eso fue hace tres años; entonces sólo tenía catorce años. A veces seguía teniendo pesadillas, sobre todo cuando mi padre me amenazaba con correr la misma suerte.

Antes de que matara a mi madre, yo era una chica normal. A pesar de no haber tenido nunca un hogar permanente, mi madre había intentado darme algún tipo de estabilidad.

Todo eso cambió cuando la mató. Me convertí en una rebelde insensible. Incluso cuando me pegaba o me hacía algo peor. Ya nunca lloraba. Ya no.

La dulce chica joven quedó enterrada en lo más profundo de mi ser, para no volver a emerger.

Sabía que ser débil no te llevaba a ninguna parte. Había oído a mi madre suplicar a mi padre, diciéndole cuánto lo sentía. ¿De qué le había servido?

Mientras caminaba hacia el dormitorio, oí a Terence, uno de los rebeldes que iba siempre con mi padre, soltar una risita.

—¡Yo le enseñaré yo lo que son los modales! —Sonrió.

Un escalofrío me recorrió la espalda; Terence era un enfermo pervertido. La forma en que me miraba a veces me daba ganas de vomitar.

—Ponle un dedo encima a mi hija y te arrancaré el corazón, como hice con su madre —gruñó mi padre.

Olí el miedo de Terence al entrar en la habitación, luego oí la voz de mi padre, esta vez dirigida a mí.

—Desaparece de mi vista esta noche. Tengo una reunión.

Las reuniones sólo significaban una cosa: un grupo de rebeldes masculinos llenos de testosterona emborrachándose. Nunca eran una buena combinación y todavía menos cuando eres una mujer sin pareja.

También significaba que iba a cometer otra matanza.

No podía creer que hiciera esto aquí. La Manada de la Luna de Sangre era la más fuerte del país.

Sin embargo, a los rebeldes eso no les importaba; se limitaban a atacar impunemente.

Tal vez yo era como mi madre. Aunque había nacido rebelde, no entendía por qué necesitaban matar así.

No tenía sentido. El acto nunca consiguió nada más que cabrear a los otros Alfas. Pero nunca expresé estas opiniones; si lo hiciera, mi padre probablemente me mataría sin pensarlo.

Eché un vistazo al dormitorio. En realidad era más bien un trastero en el que habían metido un colchón. No me importaba demasiado; al menos, me daba un poco de intimidad.

Me quité el abrigo y lo doblé para utilizarlo como almohada. Luego me acomodé en el colchón y me toqué la cara con cuidado.

A pesar de ser una mujer loba, no parecía curarme tan rápido como los demás. Tal vez fuera porque ellos eran adultos. Ellos tampoco parecían cicatrizar nunca, pero yo sí.

Eso no parecía impedirle ser un cabrón sádico conmigo. A menudo me infligía dolor si pensaba que me había pasado de la raya.

Como decía, ahora nunca lloraba, ni siquiera en privado; llorar era una debilidad que mi padre no toleraba. La última vez que lo hice fue cuando mató a mi madre.

Se había burlado de mí y me había llamado débil y patética, diciéndome que así pronto me haría más fuerte. Supongo que lo había hecho.

Recuerdo que mi madre me dijo que él no siempre había sido así. Yo no estaba tan segura de eso. Parecía que todos los Alfas eran iguales.

Mi padre había sido Alfa de una manada hasta que otro Alfa decidió que quería el territorio para él solo.

Cuando aquel Alfa mató a la compañera de mi padre, su Luna, mi padre se escapó con unos cuantos guerreros, jurando venganza. Al parecer, conoció a mi madre poco después.

Se llevó a mi madre a su cama en un intento de calmar su rabia. Cuando descubrió que estaba embarazada, ella decidió quedarse con él. Tal vez mi vida habría sido diferente si no lo hubiera hecho.

Sabía que mi madre me había querido. A veces me preguntaba si mi padre me quería, pero entonces pienso que no habría llegado tan lejos para recuperarnos a los dos.

Seguro que se sintió decepcionado cuando supo que yo era una chica. Probablemente me habría querido más si hubiera sido un chico.

Oí risas estridentes en la habitación de al lado, de mi padre y de otros hombres. Supuse que no dormiría mucho esta noche.

En eso tenía razón, aunque no de la forma que yo pensaba. Un par de horas después de que llegaran los otros rebeldes, mi padre abrió la puerta del dormitorio.

—Quédate aquí. —gruñó—. Volveremos más tarde. —Vaciló y luego me amenazó—: ¡Si sales mientras no estoy, ya sabes lo que pasará!

Asentí, pero debería haber sabido que no era suficiente. Se inclinó hacia mí, con el olor a alcohol en el aliento, y me agarró la cara bruscamente.

—¿Está claro? —gruñó de nuevo.

—Sí, señor —murmuré.

Se levantó y gruñó.

Poco después, oí un portazo en la puerta exterior. Abrí lentamente la puerta de la habitación y me asomé. El resto de la casa estaba vacía, pero el salón parecía haber recibido el impacto de una bomba.

Había cajas de pizza esparcidas por el suelo, junto con botellas vacías. Las botellas contenían varios tipos de alcohol. Las habían tirado por todo el suelo. Algunas de estas personas eran realmente animales.

Fui a la cocina, encontré un paño de cocina limpio y lo empapé con agua. Luego me limpié el corte de la cara lo mejor que pude.

Pensé que podría intentar dormir un poco, así que me dirigí al dormitorio improvisado y me tumbé en el colchón. Cerré los ojos y poco a poco me sumí en un sueño ligero.

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