El rey sin reina

Mientras pasábamos por el campo que conocía tan bien, me sentía feliz. Pero no pude detenerme a apreciar la zona en la que pasé la mayor parte de mi infancia.

Pronto el paisaje fue sustituido por otro, y entonces me encontré contemplando el barrio donde pasé diez años de mi vida.

Por fin estaba en casa, y me sentía más que feliz de estar allí.

Una a una, las casas fueron pasando. Algunas me resultaban familiares, otras no tanto. Me di cuenta de que algunas estaban remodeladas. Pronto, el coche redujo la velocidad y me encontré cara a cara con nuestra casa.

Nuestra verdadera casa.

En casa.

Solté una risita excitada y mi madre se rio de mi reacción. —Pareces extasiada, Phoebe —dijo mi madre, quitándose el cinturón de seguridad.

Repetí sus movimientos y dije en voz alta: —Sí, mamá. Mira. —Señalé hacia nuestra casa—: Por fin estamos en casa.

En casa.

Cuando crecí, siempre quise quedarme en algún lugar y crear recuerdos.

Por supuesto, había creado muchos recuerdos mientras viajaba con mi madre. Había conocido a mucha gente, pero todos eran grandes desconocidos.

Siempre tuve la sensación de no pertenecer, ni de estar integrada. Por supuesto, no era así. Ellos tenían su propia vida antes de que yo entrara en la suya, y yo sólo tenía una pequeña y recortada visión de cómo vivían.

Era lo que llamábamos «reunirse a mitad de camino».

Quería estar con alguien que me conociera desde pequeña.

Mi madre me sonrió. —Vamos, entremos. —Pulsó un botón y abrió todas las puertas.

Asentí con entusiasmo, abrí la puerta y salí de un salto.

El aire fresco besó mi piel en cuanto salí del coche. Me encantó.

No esperé mucho tiempo fuera, ya que estaba demasiado emocionada por volver a ver nuestra casa.

Seguí a mi madre hasta la casa y esperé pacientemente mientras abría la puerta. Miré el césped y me pregunté si mi madre volvería a plantar flores allí.

Recuerdo que a mi madre le gustaba la jardinería. Eso cambió cuando decidió que la fotografía era su verdadera pasión y me llevó de viaje con ella.

La semana pasada, de repente, decidió que estaba harta y que quería volver. Me quedé estupefacta cuando me lo dijo, pero mantuve mis sentimientos a raya y no le hice muchas preguntas.

Tenía miedo de que cambiara su decisión.

Mi madre era impulsiva. Esa era la explicación de la mayoría de las cosas en su vida, incluida yo. Yo no fui exactamente planeada...

El día que cumplió veintiún años, decidió que quería ligar y, como resultado, nací yo. Nunca supe quién era mi padre, y mi madre tampoco.

Me dijo que estaba demasiado borracha para recordar su voz.

Sólo recordaba su nombre.

Aaron.

Eso es todo lo que sabía de mi padre.

Me parecía a mi madre. Bajita, apenas llegaba al metro y medio, con el pelo rizado y la nariz pequeña. Mis ojos eran grises, y supongo que eso era lo único que tenía de mi padre, fuera quien fuera.

El sonido de la puerta chirriando con fuerza penetró en mis pensamientos y me sacó de mi ensoñación.

Tendía a desconectar mucho.

Mi madre entró en la casa y yo la seguí. El olor a polvo golpeó mis fosas nasales y me tapé la nariz inmediatamente.

La luz se colaba por las ventanas y sonreí al ver el salón vacío.

Por fin estaba en casa.