La joya de la corona - Portada del libro

La joya de la corona

Ellie Sanders

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Chapter
15
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18+

Summary

Un trofeo. Eso es lo que soy... así me percibe el mundo. Tenía que casarme con el monstruo más salvaje como parte de un tratado de paz, pero con criaturas como él, la paz no existe. Masacró a mi padre y desde entonces no he hecho más que huir junto con el patético de mi hermano. Cada vez está más cerca y mi hermano acaba de cometer el mayor error de su vida... un error que puede traernos la muerte.

Clasificación por edades: +

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Capítulo Uno: Antes

—Tenemos que irnos. Ahora —me grita Katelin, como si no estuviera corriendo detrás de ella.

A nuestro alrededor se oye el pánico, los gritos, la lucha. Toda la fortaleza parece estar en medio de una batalla.

Este lugar ha sido mi hogar, mi refugio desde que murió mi madre, y ahora, huyo de él como una ladrona.

Katelin abre la puerta de un tirón y algunas personas se giran para mirarnos, pero a nadie parece importarle. Porque ahora mismo no parezco yo. Tengo el pelo recogido, oculto bajo una gorra; no hay rastro de mi fino vestido.

Ahora mismo, parezco un niño, un sirviente. Y Katelin también.

Nos precipitamos por los pasillos, esquivando por los pelos a un grupo de personas que atraviesan una pared hasta llegar a la cámara acorazada que alberga lo que eran los tesoros de mi familia.

A pesar del peligro que corro, a pesar de la adrenalina y el miedo, me detengo, observando cómo pululan, destruyen y profanan lo que mi linaje ha tardado miles de años en obtener.

—Vamos —sisea Katelin, me agarra de la muñeca, tirando de mí hacia adelante y tropiezo apenas evitando chocar con ella.

Bajamos corriendo las escaleras, aplastándonos contra la pared cuando los soldados pasan corriendo, porque está claro que no les importa que nos interpongamos en su camino. No se detienen por nadie.

Giro la cara, escondiéndome de sus miradas. Aunque veo que no están aquí por mí, ni por los ladrones; están aquí también por lo que puedan conseguir.

Esta fortaleza, este lugar, se ha convertido en una anarquía, y ahora mismo, corro el mismo riesgo tanto por toda esta gente que me rodea como por el enemigo que corre a nuestras puertas.

Katelin y yo tratamos de escabullirnos aún más, atravesamos las cocinas y los pasadizos de los sirvientes y salimos al patio.

Alguien se lamenta. Gritando.

Me giro intentando localizar el ruido y veo a un niño pequeño paralizado mientras el caos se extiende a su alrededor.

—Quítame las manos de encima —grita una mujer mientras dos soldados la agarran, y horrorizada la reconozco al cruzar nuestras miradas.

Una vez fue una de mis damas. Una de mis criadas. La mujer grita cuando empiezan a cortarle el vestido y yo me muevo para ayudarla, pero Katelin me agarra de nuevo.

—No. No puedes hacer nada —dice arrastrándome.

—Pero le están haciendo daño —digo bruscamente.

—Van a hacerle algo más que daño —dice, tirándome del brazo con la misma fuerza con la que me arrastra—. Y te harán cosas peores a ti si se dan cuenta de quién eres.

Sacudo la cabeza.

No soy idiota. Puede que sea joven, incluso ingenua, pero sé de lo que son capaces los hombres, lo que les hacen a las mujeres cuando creen que pueden salirse con la suya. De hecho, lo que mi prometido planea hacerme en cuanto me ponga las manos encima.

—Tenemos que irnos —sisea mientras la obligo a detenerse porque no puedo dejar a esa pobre mujer allí. No puedo.

Abro la boca para discutir con ella. Para ordenarle que me obedezca. Y mientras lo hago, veo que las grandes puertas de madera se abren y los caballos empiezan a pulular por el espacio que nos separa.

Katelin empieza a sacudir la cabeza, moviéndose para esconderme, pero entonces ambas nos damos cuenta de que no son ellos.

No es nuestro enemigo. No el señor de la guerra que viene a reclamar su premio.

Son los hombres de mi hermano. Los soldados de mi hermano.

Me echo hacia atrás, haciéndome una bola, y agacho la cabeza.

Emet está aquí. Puedo sentir su presencia.

Incluso ahora, incluso con todos esos hombres a nuestro alrededor separándonos, puedo sentir su aura. Trago saliva, luchando contra el miedo.

Porque mi hermano no ha venido a rescatarme.

No ha venido a ayudarme a escapar de un hombre que ha matado, que matará y que no dejará de matar hasta poseerme.

Ha venido a reclamarme él mismo.

Poseerme, encerrarme, y tirar la llave.

Katelin me agarra la mano con más fuerza. Ella también sabe quién es, quién es realmente, y aunque no lo hemos hablado, sé que sabe que no solo debemos huir del ejército de mi prometido, sino también de las garras de mi hermano.

Los soldados que asaltan la fortaleza, comienzan a acorralar a todo el mundo, nos obligan a colocarnos a todos contra los muros de piedra y matan a cualquiera que intente luchar.

Cuando los ojos de mi hermano encuentran los míos entre la multitud, sonríe satisfecho, se baja del caballo y se dirige hacia mí.

—¿Qué haces, hermanita? —me dice.

Trago saliva y muevo ligeramente la cabeza al retroceder.

Incluso ahora, incluso cuando quiero gritarle y alzarme contra él, su presencia me abruma. Estoy paralizada. Impotente.

Él se ríe, me agarra del brazo para apartarme de todos y me arroja al suelo empapado de pis y sangre que hay a sus pies.

—¿Pensabas escapar? —me dice, situado en cuclillas sobre mí.

—No —respondo, manteniendo la mirada baja.

—¿De verdad? ¿Cómo explicas entonces tu aspecto?

—Creía que eras él —digo rápidamente. No es una mala mentira, aunque veo que sabe que no es verdad.

—¿Creías que podía vencerme? —se queja.

—Yo... —Mi voz vacila. Puedo sentir la suciedad y la humedad empapándome a través de la áspera tela de mi ropa. Puedo saborear su hedor en mi lengua.

Mira a su alrededor, fijando los ojos en el grupo aún apiñado contra los muros, con Katelin entre ellos. No sé si la reconoce, si sabe que ella está allí, y rezo a los dioses para que no sea así.

Su comandante se acerca a él y le hace una reverencia.

—Rey Emet —dice, y yo jadeo.

Utiliza el título de mi padre a pesar de que lo perdió en el momento en que el hombre con el que se supone que voy a casarme lo asesinó.

Emet asiente.

—La Fortaleza es segura —dice su comandante.

—Bien —responde Emet—. Recoged todo lo que valga la pena. Ponedlo en los carros. Destruid todo lo demás.

—¿Y la gente?

Emet curva el labio. —Ya te lo he dicho. Destruid todo lo demás.

Mis ojos se abren de par en par. —No. No puedes.

Gruñe, arrastrándome por el cuello. —Ahora soy el rey —me escupe y me cae saliva en la cara—. Puedo hacer lo que quiera con quien quiera y cuando quiera. ¿Lo entiendes?

Asiento rápidamente.

Siempre ha tenido mal genio. Un carácter desagradable del que, por suerte, he estado protegida, hasta ahora, porque ya no hay nadie que me proteja. Ni mi padre, ni mi familia.

—Tú, hermana, eres de mi propiedad ahora. Debes obedecerme igual que obedeciste a nuestro padre.

Vuelvo a asentir y él se ríe.

—Sé una buena chica. No me des motivos para hacerte daño —me dice antes de soltarme y yo vuelvo a caer de rodillas sobre los adoquines manchados de pis.

Al levantar la cabeza, veo movimiento. Destellos. El destello de una armadura brillando contra la luz del sol.

Empiezan a oírse chillidos y yo también grito. Grito de horror cuando los soldados empiezan a masacrar a la multitud de gente que tengo delante.

—No —grito, poniéndome en pie, pero Emet me agarra antes de que pueda hacer nada.

Me devuelve al suelo, me golpea la cabeza contra la piedra, y mientras mis ojos pierden el enfoque, mientras la oscuridad se apodera de mí, él me mira fijamente, observándome, sabiendo que ya no puedo hacer nada para escapar de él.

Ahora estoy a su merced. Y ambos sabemos que no tiene ninguna.

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