La jaula de la pantera - Portada del libro

La jaula de la pantera

Kali Gagnon

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Chapter
15
Age Rating
18+

Summary

Tras la muerte de su padre, Kate regresa a Nueva York para hacerse cargo de su equipo de la NHL. Cuando sale una noche de fiesta, Kate acaba besando a un apuesto desconocido.

Días después, se entera de quién es el desconocido: alguien completamente fuera de sus límites si quiere conservar todo aquello por lo que ha trabajado tan duro. Pero no se puede controlar el destino, y parece que ella y el hombre no pueden mantenerse alejados el uno del otro...

Clasificación por edades: 18+

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33 Chapters

Chapter 1

Capítulo 1

Chapter 2

Capítulo 2

Chapter 3

Capítulo 3

Chapter 4

Capítulo 4
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Capítulo 1

KATE

—¿Qué pasa? —pregunté, mordiendo por fin el anzuelo de mi hermana.

Durante las siete horas de avión de París a Nueva York, había estado suspirando audiblemente sin parar. Ahora, entre la multitud del aeropuerto JFK, esperaba su respuesta.

Se quitó una mancha invisible de su suéter blanco y me miró como si yo fuera el diablo. —No sé por qué hemos tenido que volar en un avión público teniendo el jet de papá.

Miré a la gente de alrededor, rezando para que nadie oyera sus ridículas quejas. —Sabes que volamos en primera clase, ¿verdad?

Nicolette se apartó de mí y susurró: —No es lo mismo, Kate.

Ignoré sus quejas y seguí adelante.

Desde la llamada de nuestro tío, diciéndome que nuestro padre había fallecido repentinamente de un ataque al corazón, me había ocupado de todo.

Dirigir la sede internacional de la empresa de mi padre en París no fue tarea fácil, pero una vez todo en orden, reservé un vuelo de avión de vuelta a casa.

No esperaba que Nicolette se sintiera tan ofendida por mi decisión de no usar el jet de Martin Financials.

—¿Por qué le diste tu número a esa niña del avión? —preguntó sin girarse a mirarme.

—Su padre le estaba prestando cero atención —respondí—. Me recordó a mamá y a mí, así que me sentí mal por ella.

—Viven en la ciudad, pensé que podría ayudar si necesitaba algo... —dejé de hablar, al ver que el aburrimiento se reflejaba en sus ojos.

En ese momento, Nicolette suspiró de nuevo, pero esta vez me miró de arriba abajo mientras un grupo de veinteañeros nos observaba.

—Ugh. Qué vergüenza.

Me detuve bruscamente. —¿Vergüenza de qué?

Nicolette negó con la cabeza y continuó varios pasos por delante de mí. —Esos chicos eran de mi edad, no de la tuya. Quizás si te vistieras más acorde a tu edad...

Odiaba mi existencia, pero era un comportamiento aprendido de nuestra madre, así que intenté no tomármelo a pecho.

Mirando mi atuendo de vaqueros y camisa blanca de manga larga, le respondí: —No me había dado cuenta de que esto era inapropiado para mis veintisiete años. —Cogimos las maletas y nos adentramos en el gélido aire de noviembre.

Nuestro cabello castaño a juego ondeaba al viento como un tornado. Nuestros ojos azules sostenían una mirada gélida, pero por razones diferentes. Ella por estar pegada a mí, y yo por la pérdida de nuestro padre, que me había roto el corazón.

Una figura familiar se apoyaba en un todoterreno negro frente a nosotras. Era la viva imagen de mi padre: ojos azules, pelo rubio, larguirucho y alto. Corrí hacia él y lo abracé con fuerza. —¡Tío John!

—He echado de menos a mis dos chicas favoritas —respondió, antes de coger nuestras maletas y meterlas en la parte trasera del Suburban.

Nicolette Gingery lo rodeó con los brazos, dándole un incómodo golpecito en el hombro. Sus auriculares permanecieron en sus oídos mientras ella subía al asiento trasero.

—¿Cómo está mi pequeña directora general? —preguntó, incorporándose al tráfico.

—Agotada —respondí con sinceridad—. Espero que me ayudes a ordenarlo todo. No puedo hacer esto sola.

El tío John asintió, manteniendo la vista fija en la carretera. —Nunca estarás sola mientras me tengas a mí.

Le estaba agradecida, y su declaración estaba llena de verdad. Nunca me había dejado afrontar sola el desastre en que se había convertido mi vida, a diferencia de mi madre, que siempre rezaba para que me estrellara y fracasara.

—Sé que acabas de llegar, Kate, pero tenemos que reunirnos con el abogado de Richard para leer el testamento y firmar los papeles de lo que habéis heredado.

Asentí, aunque no quería oír hablar de las pertenencias de mi padre repartidas entre sus seres queridos. —Créeme, prefiero acabar con esto ahora y no tener que volver a pensar en ello.

***

Nicolette y yo estábamos frente a frente en la cocina del ático de mi padre, y juro que podía ver vapor flotando en su frente. Su postura se endureció, preparándose para una pelea.

—¡No puedo creer que te lo haya dejado todo! —me gritó.

Abrí el frigorífico y cogí lo primero con alcohol que encontré. Hice una mueca ante la botella de Budweiser, pero tendría que servir. Mi padre era un americano de pura cepa.

—No me lo dejó todo, Nic. Me dejó la empresa.

Ella hizo lo mismo y cogió otra cerveza de la nevera. Con solo diecinueve años, debería haberle impedido beber, pero bastante tenía con mis batallas en ese momento.

—Pero, ¿por qué a ti? —Su mano se apretó alrededor de la botella. Me preparé para que me la tirara a la cabeza.

—Porque yo soy la que se ha dejado la piel por esta empresa —dije, aumentando mi enfado con cada palabra—. Además, primero, soy ocho años mayor que tú. Segundo, tengo un MBA de Columbia.

—Tercero, dejé mi vida de aquí y me mudé a París para dirigir la sede internacional de su empresa. He trabajado para esto durante años, Nicolette.

Se terminó la primera cerveza y cogió otra, con una mirada de rabia aún presente en sus bonitos ojos.

—Todo esto es culpa tuya —se quejó.

Ahora me tocaba a mí suspirar. Nicolette era agotadora. —Ya has oído el testamento. En cuanto descubras lo que quieres hacer como carrera, te daré acceso a tu fondo fiduciario.

—Y estamos hablando de una enorme cantidad de dinero, así que no actúes como si no te hubiera dejado nada. ¿De acuerdo?

Se dio la vuelta, entró en su habitación y cerró la puerta tras ella. Un cuadro cayó al suelo y los cristales se hicieron añicos.

Barrí los pedazos y luego sostuve la vieja foto en la mano. Papá parecía joven y despreocupado entonces, con el pelo rubio como el sol. Ahora lo tenía realmente gris, aunque llevaba años tiñéndoselo.

La cerveza ya no servía, así que busqué algo más fuerte. Encima de la barra había una botella de cristal llena del caro whisky de papá.

Llené un vaso hasta el borde con el licor; hundiéndome en el suelo, tuve cuidado de no derramar ni una gota. Apoyé la cabeza en la estufa de acero inoxidable y le di el primer sorbo.

A mi padre le encantaba el whisky, como a la mayoría de los hombres de su generación. Yo lo odiaba y me lo estaba bebiendo sólo porque no era capaz de encontrar nada mejor.

Me tragué el vaso entero, me pasé los dedos por el pelo y busqué mi teléfono. Apareció en él un mensaje de texto de mi mejor amiga, a la que no veía desde hacía dos años.

PiperNo puedo creer que te vaya a ver en sólo diez minutos y que vayamos a ir juntas al partido de esta noche. Besos.

Engullí otro vaso de whisky, provocándome arcadas y quemándome la garganta.

El partido de esa noche... Me moría de ganas. Nunca me perdía uno, era mi momento con papá. En Francia, incluso sentada en mi oficina de la esquina, reproducía en directo todos los partidos de los New York Blades.

Fingí que estaba allí con él, cuando mi vida estaba llena de sencillez.

Había conocido a algunos de los jugadores veteranos del equipo de hockey cuando era más joven, pero a ninguno de los nuevos. Y ahora que había asumido la propiedad del equipo de mi padre, esperaba que los jugadores me respetaran.

Me abrí paso por el impecable ático. En las paredes había fotos de Nicolette y mías, e incluso algunas de mi madre. Supuse que a nuestro padre le gustaba recordar cómo era ella antes de tener hijos.

Al final del largo pasillo que conducía a mi antiguo dormitorio se veía una foto enmarcada. El marco estaba hecho jirones y desgastado; la foto había sido tomada hacía muchos años.

Mi padre me rodeaba el hombro con los brazos, y mi sonrisa era más amplia que nunca mientras sostenía un palo de hockey.

Estábamos en el campo de hielo del Madison Square Garden. Julian, el entrenador de los Blades y mejor amigo de papá, estaba con nosotros.

Abrí de un tirón la puerta de mi dormitorio y, sin pararme a mirar a mi alrededor, caí boca abajo en la cama y grité sobre el sedoso edredón rojo y negro.

Rodando sobre mi espalda, fijé mis ojos en la lámpara de araña que colgaba sobre mi cama. Mi padre me la hizo a medida cuando tenía trece años. Los cristales salpicados de oro desprendían un aire de elegancia que incluso un adolescente podía apreciar.

—Te echo de menos, papá. Espero poder hacerte sentir orgulloso de mí —susurré, rezando para que pudiera oírme desde arriba. En ese justo momento, los cristales de la lámara de araña brindaron pequeños rayos de luz por mis paredes blancas como la nieve.

—Bueno, si es mi aburrida mejor amiga empresaria.

Me incorporé rápidamente y vi el hermoso rostro de Piper a pocos metros de mí. Tenía un frasco de Dios sabe qué en los labios. Corrí hacia ella.

—Te he echado de menos, mi puta mejor amiga borracha.

Permanecimos abrazadas durante minutos. Piper era la única persona que había necesitado en mi vida, y nunca me había sentido tan feliz de estar en casa como en aquel momento. Necesitaría su ayuda si quería sobrevivir llenando los zapatos de papá.

—Entonces, ¿vienes al partido? —le pregunté, con las cejas levantadas—. Creía que odiabas el deporte.

—Lo odio —respondió ella—. Pero te quiero más a ti. Ahora bebe. —Me acercó una petaca e inmediatamente sentí el sabor del tequila en mi garganta.

Piper se rio de mi reacción y le dio otro sorbo. Un destello pasó por sus ojos marrones, indicándome que llevaba un rato bebiendo. Piper era una fiestera, siempre lo había sido.

Me abrazó una vez más. —Siento lo de Richard, cariño —dijo—. Tengo el corazón roto por ti. Le ofrecí una pequeña sonrisa de agradecimiento—. ¿Qué tan mal fue la lectura del testamento?

—Fue horrible, Piper. Realmente horrible.

—Lo siento. Déjame adivinar, ¿Nicolette se está comportando como una perra?

—No tienes ni idea, pero te lo contaré más tarde. Sólo nos quedan veinte minutos para reunirnos con mi tío —le dije, arrepentida de tener que acotar nuestro tiempo a solas, pero ella lo entendió.

Rebuscando en mi maleta, Piper encontró los vaqueros pitillo negros que solía llevar prácticamente a diario en la universidad y me los tiró. Luego me dio una camiseta blanca de tirantes y una chaqueta nude para que me la pusiera por encima.

Lo siguiente en su agenda era el maquillaje. A pesar de saber que prefería un look más natural con colores suaves, mi mejor amiga me obligó a optar por unos labios rojos vibrantes y un maquillaje de ojos oscuro para resaltar mis pupilas azul océano.

Rebusqué en una cajita de joyas y elegí dos grandes pendientes de diamantes. Al mirar mi reflejo en el espejo de cuerpo entero, vi a la antigua yo, la yo divertida.

—Estás buenísima —dijo Piper, devolviéndome al presente.

Levanté una ceja. —¡No exageres!

—¡Si digo que lo estás, lo estás!

Se puso a mi lado en el espejo, dejando caer unos tacones de aguja nude a mis pies. Acordamos que nos veíamos lo bastante bien como para irnos. Me detuve en la cocina para escribirle una nota a mi hermana.

Estaré fuera esta noche. Llámame si necesitas algo. Te quiero. Kate.

Treinta minutos después, salimos del coche y contemplamos el imponente Madison Square Garden.

La gente de Nueva York nunca dejaba de sorprenderme. En un lapso de dos minutos, cuatro personas chocaron contra mi hombro, casi haciéndome caer. Ninguno se disculpó ni reconoció su falta de cortesía.

París era inquietantemente similar, pero Nueva York era mi hogar.

Mis dos tíos, Fred y John, se reunieron con nosotras en la entrada y nos condujeron al interior del edificio para resguardarnos del frío. Era extraño estar junto a dos hombres idénticos a mi padre.

Cuando eran niños, la gente siempre les preguntaba si eran trillizos. No lo eran, solo tres hermanos que se parecían demasiado.

Nos acompañaron al palco presidencial, dentro del estadio. Los partidos de hockey nunca dejaban de provocarme mariposas en el estómago.

Aún faltaba tiempo para que empezara el partido, pero mi excitación me hizo temblar las piernas. Vi una botella de champán caro enfriada en una cubitera con copas colgando del borde.

—Me alegro de tenerte de vuelta en casa, cariño —dijo John, dándome una palmada en la espalda—. Y por supuesto, es maravilloso verte de nuevo, Piper. Vamos a celebrarlo.

—¿Qué celebramos exactamente? —pregunté.

A John se le iluminaron los ojos. —La maravillosa vida que vivió tu padre, su amor por ti y el hecho de que ahora poseas la mayor parte del preciado equipo de hockey de tu padre.

Sonreí. Cuando nuestras copas estuvieron llenas, las unimos en el centro del círculo. —¡Salud! —Y bebimos; Piper y yo más que mis tíos.

El famoso himno del equipo retumbó en los altavoces y los chicos entraron a la cancha. Las luces se atenuaron, excepto un foco que iluminaba las letras NYB en el centro del hielo.

La voz de los altavoces anunció un minuto de silencio en memoria de mi padre. Todo el estadio enmudeció, los hombres se quitaron el sombrero, todos inclinaron la cabeza.

Fue conmovedor ver el respeto que todos sentían por Richard Martin.

Vi los números de los jugadores veteranos y me moría de ganas de hablar con ellos. A Hans y Jaromir no los veía desde antes de empezar en Columbia.

—¿Están todos los jugadores de hockey así de buenos? —preguntó Piper, mirando la gran pantalla sobre el hielo que mostraba las caras de algunos jugadores.

—Más o menos.

—Qué suerte. —Se acomodó un largo mechón de pelo castaño detrás de la oreja—. No puedo creer que tengas un puto equipo de hockey.

El nuestro era uno de los pocos equipos que quedaban en manos de mi familia. Mis dos tíos y yo éramos los dueños del equipo, y el director general de los Blades era mi primo Kevin.

Nunca nos llevamos bien, y podía prometer que no tendría ningún problema en despedirle si hacía cosas que no enorgullecieran a mi padre.

Dos horas más tarde, el partido terminó con la victoria de nuestro equipo por 6-2. Me puse en pie para animar a mis copropietarios, y todos salimos riendo del palco.

—Lo han vuelto a hacer.

—He echado de menos los partidos. Estar aquí para verlos —les dije con nostalgia.

Piper y yo sonreíamos de oreja a oreja mientras caminábamos hacia los vestuarios para conocer a los jugadores. Justo fuera, Fred se encontró con el entrenador, Julian, y lo llamó para saludarlo.

—No —dijo Julian—. Esta no puede ser mi pequeña Kitty-Kate.

—En carne y hueso.

Su pelo se había vuelto completamente gris y las arrugas surcaban su viejo y bonito rostro. Julian jugaba al hockey con mi padre en la universidad y desde entonces trabajaban juntos. Julian también era mi padrino.

Me abrazó y yo le devolví el abrazo. Un minuto después, se excusó y nos dijo que esperáramos a que se marcharan los periodistas. Hablamos entre nosotros en el pasillo hasta que los demás empezaron a irse.

Unos cuantos periodistas pararon a mis tíos para hablar con ellos; por suerte, aún no sabían quién era yo. Piper y yo nos acercamos a la puerta y oímos a Julian regañar a uno de los jugadores por un golpe sucio en el hielo.

El ruido de las taquillas y las bolsas abrirse indicaba que los jugadores se dirigían a las duchas. Qué fastidio. Me apoyé en la pared más cercana a la puerta.

—¿Has visto a esas tías en el palco presidencial? —Una voz masculina habló desde dentro del vestuario. Jadeé al ver cómo los ojos de Piper se volvían sensuales. Nos acercamos a la puerta para oír más.

—Sí —dijo una voz diferente—. Me pregunto a quién se habrán follado para sentarse ahí arriba.

Casi me atraganto. Okay, Kate. Sé una dura mujer de negocios.

Era mi oportunidad de hacerles comprender que yo era la dueña del equipo de hockey para el que jugaban y exigirles respeto, o de sentarme y fingir que no había oído nada. Descarté lo segundo, empujé la puerta con la palma de la mano.

Piper soltó una carcajada. Había cuatro hombres a la vista, dos de los cuales no estaban vestidos. Intenté ignorarlo. ”Intenté” era la palabra. No se molestaron en cubrirse, mostrándose lo suficientemente seguros como para no hacerlo.

Me di la vuelta y miré a los dos hombres que estaban más cerca de la puerta, que llevaban ropa, para mi alivio.

—Eso sería en realidad incesto —dije, llamando su atención—. Y no, no me he follado a nadie para estar sentada en ese palco, como tan elocuentemente has señalado.

Extendí la mano con aires de superioridad y añadí: —Soy Kate Martin. La nueva dueña de los New York Blades.

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