La compañera del Rey Lobo - Portada del libro

La compañera del Rey Lobo

Alena Des

Secuestro

BELLE

—¿Estás bien? ¡Respóndeme, Belle! —oí una voz lejana que parecía la de mi hermano. ¿Era Sean? Mi cabeza palpitaba con tal violencia que apenas podía pensar con claridad. Pero entonces, a través del desenfoque, lo vi mirándome.

—¿Qué ha pasado? —pregunté. Sean suspiró.

—Cuando retrocediste, tropezaste y te caíste. Debes de haberte golpeado la cabeza con una piedra o algo así, porque estabas inconsciente.

Intenté incorporarme, pero seguía sintiéndome mareada. Me pasé los dedos por el nuevo y sensible chichón de la cabeza, recordando de nuevo destellos de nuestra conversación y del sueño.

El Señor de los Demonios.

El Rey Lobo.

La verdad sobre quién era yo realmente.

Sacudí la cabeza. Todavía era demasiada información para procesar del tirón. Comprobé mi entorno y me di cuenta de que estaba de nuevo en mi habitación, tumbada en mi cama.

—¿Me has traído de vuelta?

—Mamá y papá están esperando abajo —asintió Sean—. Cuando estén lista...

—No quiero verlos —dije, llorando—. No puedo creer que...

—Lo sé —dijo Sean, tirando de mí para abrazarme con fuerza—. Pero, Belle, siguen siendo tus padres. Aunque no sean los biológicos. Ellos te aman.

Amor. Algo en la palabra me recordó de nuevo el sueño... del Rey Lobo. ¿Me había dicho algo? No importaba. Lo que importaba era que todo lo que había tenido por cierto era una mentira.

¿Quién era yo realmente, me preguntaba? Siempre me había considerado la hija de un alfa de una manada poderosa. Otra típica loba. Ahora, el tamaño diminuto de mi bestia interior tenía sentido, supongo. Tenía sentido, porque no me parecía ni a mi madre ni a mi padre.

Pero la idea de que yo... pertenecía... ~al Señor de los Demonios... Y que él estaba dispuesto a hacer la guerra a los hombres lobo para recuperarme... Aquello no podía entenderlo.~

Sólo había una manera de saber más. Respiré profundamente, miré a Sean y asentí.

—Muy bien —dije—. Vamos a hablar con ellos.

***

Mis padres nos esperaban abajo, en el salón. Tenían una expresión grave. Me dejé caer en una silla.

—Cariño, nos alegramos mucho de que estés bien —empezó mi padre.

—No deberías haber salido corriendo así —dijo mamá con severidad—. No después de...

—¿El ultimátum del Señor de los Demonios? —interrumpí, observando las expresiones conmocionadas de ambos—. Sí, Sean me lo ha contado todo.

—¡Sean! —exclamó mamá.

—Lo siento, chicos —se excusó Sean, mirando a un lado—, pero tiene derecho a saberlo. Tiene casi dieciocho años.

—Lo cual, aparentemente, es una especie de fecha límite —conjeturé—. ¿Os importa explicarlo? ¿Mamá? ¿Papá?¿O debería empezar a llamaros por vuestros nombres de pila?

Papá bajó la mirada, con los ojos más tristes que nunca había visto. No me gustaba hacerles daño de aquella manera, pero después de haber sido mantenida en la ignorancia durante tanto tiempo, estaba enojada y necesitaba desahogarme. Con cualquier cosa. Con cualquiera. Aquellos dos resultaban perfectos.

—Tienes derecho a enfadarte —concedió mamá—. Pero debes saber que mantuvimos en secreto la forma en que te encontramos por una razón.

—Para protegerme, lo sé. Papá ya me lo dijo.

—Pero no del Señor de los Demonios. Sabíamos que un día... regresaría... de una forma u otra. Estaba destinado a suceder.

—Entonces, ¿de qué?

Mamá y papá se miraron con un gesto de preocupación. Entonces, papá se inclinó hacia delante.

—La verdad es que nuestro rey... No siempre es el hombre más benévolo.

—Dices que... ¿Me estabais protegiendo del Rey Lobo? ¡¿Por qué?!

—Él nunca habría aprobado tu adopción —dijo papá—. De haberlo sabido, te habría expulsado de la manada hace años.

—¿Y qué pasa ahora?

—Por eso queremos enviarte lejos, Belle —dijo mamá—. Para que no pueda atraparte primero.

—¿Crees que realmente me entregaría? ¿Al Señor de los Demonios?

—¿Si eso significara proteger a todos los hombres lobo del mundo? —planteó papá, negando con la cabeza—. Creo que lo haría. Es la manera de hacer las cosas del rey Keith: Buscar el bien mayor.

Sacudí la cabeza con incredulidad. Y yo que pensaba que sólo tendría que preocuparme por un enemigo poderoso. ¿Mis padres decían que ambos eran malos?

Mamá empezó a llorar y papá le cogió la mano con ternura. La mirada que le dirigió me recordó lo mucho que mis padres significaban para mí. Y el uno para el otro. Después de todos aquellos años, seguían locamente enamorados.

A veces, no podía creer que su chispa siguiera tan viva y fuerte. Algún día me gustaría enamorarme de aquella manera. Pero ninguno de mis cuentos de hadas iba a hacerse realidad si el Rey Lobo y el Señor de los Demonios me perseguían.

¿Cómo iba a encontrar a mi pareja, si mi vida se estaba desmoronando?

—Haz las maletas, Belle —finalmente rompió el silencio papá—. Nos iremos a primera hora de la mañana.

—¿No tendré tiempo para... despedirme? ¿De mis amigos?

Se miraron de nuevo y luego mamá negó con la cabeza.

—No lo creo, Belle. No esta vez.

Sentí que se me escapaban las lágrimas. La realidad de mi situación no se había hecho patente hasta aquel instante. Mamá se inclinó hacia delante para abrazarme y yo retrocedí.

—No lo hagas. Sólo... déjame en paz.

Mamá y papá asintieron, se levantaron y salieron de la habitación, dejándonos a mí y a Sean en silencio. Me apretó el hombro.

—Oye —dijo—. Al menos puedes despedirte de una persona.

—¿Tú? No te ofendas, Sean, pero estaba pensando más bien en...

—No me refiero a mí —guiñó un ojo. Justo en aquel momento, se oyó un fuerte golpe en la entrada principal. Mis ojos se abrieron al máximo y Sean sonrió, acudiendo a contestar.

—Relájate. El Señor de los Demonios no llama a la puerta —dijo Sean.

Muy gracioso, Sean.

Cuando volvió, lo hizo acompañado por Gregory... el chico del que estaba locamente enamorada. Aquel al que siempre imaginaba cuando pensaba en quién podía ser mi pareja.

—Hola, Belle —dijo, sonrojándose y bajando la mirada.

Gregory era el hijo del beta de la manada. Era tímido, pero de una manera muy entrañable. Tenía un pelo negro rizado que le caía hasta los hombros y unos ojos verdes muy vivos con largas pestañas. Me encantaba ver cómo se retorcía los mechones de la nuca o cómo se mordía el interior de la mejilla cuando estaba nervioso.

Tenía un cuerpo de infarto, que yo había contemplado en muchas ocasiones, pero lo llevaba con la inseguridad de un adolescente larguirucho, encorvando sus anchos hombros y manteniendo la barbilla baja.

Nunca había entendido por qué se mostraba tan inseguro teniendo un aspecto tan increíble.

Sean sabía que estábamos unidos, pero no sabía lo que yo sentía por Gregory. O, al menos, eso creía yo. No obstante, algo en su sonrisa cómplice sugería lo contrario.

—¡Vaya! —comenté—. ¿Qué te trae por aquí, Gregory?

—Supongo que... Bueno, sólo quería comprobar cómo estabas... Me he enterado del... del ultimátum.

Creyendo que podía ser mi última oportunidad, me acerqué a Gregory para besarle la mejilla y demostrarle lo mucho que significaban sus atenciones para mí. Entonces oímos un alboroto fuera.

Los lobos aullaban. Podía oír los arañazos de sus garras mientras rodeaban la casa. Antes de que pudiera preguntar qué pasaba, mi padre bajó corriendo las escaleras y salió volando por la puerta. Sean y Gregory le siguieron de cerca.

—¿Adónde vais? —pregunté en vano. Entonces, alcancé a ver a mi madre, con su hermoso rostro demudado por la preocupación.

—Está aquí —anunció con un susurro tembloroso.

—¿Quién? ¿El Señor de los Demonios?

—No. El rey.

No me gustó lo asustados que estaban todos. La presencia del Rey Lobo en nuestra casa era algo muy inusual. Después de lo que mis padres me habían contado, sabía que sólo podía significar una cosa.

Salí y mi padre extendió un brazo para detenerme.

—Es demasiado tarde —dijo, impotente. No podía soportar ver aquella desesperación en su rostro. Era el alfa de la manada, y cualquier emoción que no fuera la confianza suprema era motivo de alarma.

Tengo que ser fuerte por todos nosotros. Aunque no sea la verdadera hija de este hombre, fui criada como una cachorra alfa, y puedo actuar como tal.

No pasa nada, papá. Llévame ante el rey.

—No dejaré que te aleje de nosotros. Te lo juro, Belle.

Pero ambos sabíamos que aquella era una promesa que no podía cumplir. El Rey Lobo era el alfa supremo, y nadie, incluido mi padre, tenía la potestad de desobedecerle.

Respiré hondo y avancé, pasando por delante de mi padre. Las piernas me temblaban mientras la adrenalina me invadía.

Sean y Gregory ya se habían transformado en lobos, mientras que otros miembros de la manada empezaron a acudir en pequeños grupos: enloquecidos, enseñando los dientes y mordiéndose unos a otros. Sus aullidos conmovedores se elevaron a los cielos, rindiendo tributo a la Diosa de la Luna, pidiendo fuerza y valentía.

Cuando me vieron, corrieron hacia mí, formando un feroz escudo de colmillos y gruñidos feroces. Eran una manada de soldados leales y estaban dispuestos a dar su vida para protegerme a la hija de su alfa.

Tal vez era así porque no estaban al tanto de la verdad.

—Todo esto es muy noble, pero yo en vuestro lugar me retiraría...

La advertencia la realizó una voz con un timbre profundo. Situada detrás del escudo de lobos, no pude ver al hombre al que pertenecía, pero aquella voz por sí sola fue suficiente para hacer que mi corazón temblara y mis piernas cedieran. Me sentí mareada.

¿Me está provocando esto, o son mis propios nervios?

—Por favor, mi rey —gruñó mi padre—. Es mi hija. No podemos...

—¡Apártate! —gritó nuestro soberano, esta vez emitiendo una orden alfa que ni siquiera la mente más fuerte podría resistir.

En cuestión de segundos, todos los lobos, excepto Sean y mi padre, se sometieron inclinando la cabeza.

Mi hermano y mi padre hicieron frente a la orden con todas sus fuerzas, esforzándose por tolerar el dolor explosivo de sus cabezas.

Mi padre se clavó los dedos en las sienes, moviendo la cabeza de un lado a otro como si le estuvieran devorando la mente desde dentro.

No podía soportar ver a mi familia así. Me lancé hacia delante y levanté las manos.

—¡Basta! ¡Detente, por favor! Iré contigo. Pero no les hagas más daño —rogué.

Sean aulló y se desplomó, libre por fin de la tortura del rey. Miré a mi padre, que yacía inmóvil en el suelo.

—Se pondrán bien —auguró el rey—. Ahora, ven aquí, muchacha. Deja que te vea.

Finalmente me giré para contemplar a nuestro monarca en toda su colosal maravilla.

Tenía unos ojos negros sobrecogedores, con tal profundidad que parecía que podías caer y seguir cayendo en ellos para siempre. Sus pestañas eran espesas, su mandíbula cincelada como si fuera de piedra.

Me sentí atraída hacia él por un misterioso magnetismo, quería conocerlo en todos los niveles. Sus anchos hombros, su pecho musculoso y sus abdominales marcados se agitaban con cada una de sus respiraciones. No podía dejar de mirar, experimentar, imaginar...

Un momento. ¿Qué demonios me está pasando?

Me sacudí el estupor. Él era el enemigo. ¡No había más que ver lo que les había hecho a mi padre y a mi hermano! Estaba allí para llevarme.

—Así que eres Belle, ¿eh? —preguntó.

Lo único que pude hacer fue asentir como respuesta. Distinguí un atisbo de sonrisa en sus labios, un brillo en sus ojos, como si supiera algo de mí que yo ignoraba.

Por un segundo, recordé el lejano sueño en el que el Rey Lobo yacía moribundo, susurrando cuatro palabras para mí: Belle, te amo.

¿Cómo podría aquel hombre, aquella bestia, aquel rey despiadado , amarme alguna vez? Era imposible. Sin decir nada más, se transformó en el lobo más grande que jamás había visto. Entonces, me colocó sobre su espalda con una pata letal.

No pude resistirme a él. Me giré para ver a Sean y a mi padre aullando desconsoladamente. Pero no había nada que pudieran hacer.

De repente, sentí que volaba por el aire. Los árboles pasaron ante mí como manchas borrosas mientras me agarraba desesperadamente al pelo del rey Keith.

No tenía ni idea de adónde me llevaba... pero sabía que, en adelante, mi vida no volvería a ser la misma.

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