Secretos y pecados - Portada del libro

Secretos y pecados

E.J. Lace

Pero dos pueden ser tan malos como uno

Mari

—Señorita Sinclair, estoy seguro de que conoce la expresión ’un arma de doble filo’ — mientras se adentra en su gran casa. Las paredes están decoradas con tablones de madera que les dan un aspecto natural pero que en realidad es falso. La iluminación es muy escasa y mis ojos tardan en adaptarse.

—Sí, señor, la conozco —respondo desde atrás. Su pasillo es largo y estrecho. No puedo estar a su lado, tengo que caminar detrás. No dice nada más mientras entramos sigilosamente en una pequeña habitación escondida detrás de unas escaleras. El señor Keats me deja entrar primero mientras espera junto a la puerta.

Esta habitación, al igual que el pasillo, está sin amuebla y a oscuras. El señor Keats se acerca al gran escritorio de madera que hay en el centro de la habitación y toma asiento como un rey en su trono.

Parece un amenazante macho alfa en su hábitat. Sus fríos ojos parecen encogerme con una sola mirada.

—La vida es como una espada de doble filo, señorita Sinclair, todo lo que sucede tiene repercusiones —afirma. Sus palabras parecen lanzar un hechizo, me siento encerrada aquí. Como si me estuvieran interrogando y sentenciando, todo en uno. Asiento para mostrarle que estoy escuchando. Se hace un largo silencio hasta que el señor Keats se aclara la garganta y me dice que tome asiento a un lado de su escritorio en vez de frente a él.

Haciendo lo que me dice, no me lo pienso dos veces antes de correr a su lado. Sentada recta y cruzando las piernas por los tobillos, me concentro en mi postura.

Recuerdo muy bien que el señor Keats odia a los holgazanes. En más de una ocasión me ha llamado la atención en medio de la clase. Ahora me esfuerzo por ser consciente de ello cuando estoy cerca de él.

—Está suspendiendo mi clase, le he dado una oportunidad tras otra para subir esta nota tan baja pero has desperdiciado esas oportunidades. Hoy, como hombre generoso y considerado que soy, dejo caer una última oportunidad en su regazo. Su madre ha fallecido, no hay padre y su tutor no puede permitirse un profesor particular, ¿correcto?

El señor Keats da en el clavo, aunque me he esforzado en su clase. No es que no entienda la materia, pero es como si cada vez que tengo que entregar un trabajo, todo sale mal de alguna manera. Mis compañeros de clase y yo nunca hemos estado cerca, pero leí el trabajo de Warren, el chico que se sienta a mi lado y pensé que el mío era mucho mejor que el suyo, pero aun así el de Warren obtuvo una nota mucho más alta.

—Sí, señor, es correcto —respondo dócilmente.

—Como usted misma ha dicho, necesita aprobar mi asignatura o no se graduará a tiempo. ¿Está dispuesta a hacer todo lo posible?

Siento un nudo en la garganta, el pegamento que la recubre por su pregunta.

—Sí, señor, así es —confirmo. Sueno como un niño culpable al que han pillado echando mano del tarro de las galletas. Mi respuesta hace que los labios del señor Keats se conviertan en una sonrisa manchada que sustituye por su ceño fruncido. El señor Keats alaba mi buena disposición, ,en lugar de deleitarme con sus cumplidos, siento que tal vez no debería haber venido aquí.

Me digo a mí misma que no tengo otras opciones, así que no podía rechazar su oferta. —Mi... situación es única, señorita Sinclair, usted entiende que cada persona tiene sus propios gustos y preferencias. La mía resulta ser bastante específica. Me gustaría ofrecerle un trato único. Si dice que no, le pondré un suspenso. No tendrá otra oportunidad. ¿Me entiende? —inquiere. Su voz suena definitiva, necesito aceptar su ofrecimiento sin importar lo que sea, esa es la verdad. Tengo que aprobar.

—Sí, señor. —respondo más bajito, siento que me encojo. El señor Keats gira su silla hacia mí, con las manos unidas frente a él—. No estoy seguro de que le importe lo suficiente, señorita Sinclair. Convénzame. —propone. Me mira fijamente, sus ojos ya no tienen color marrón; parecen agujeros negros.

—Señor Keats, haré lo que quiera, tengo que aprobar. Sé que ha sido usted amable y me ha dado segundas oportunidades y las he desperdiciado. Pero mi hermano confía en mí y no puedo perder otro año. Él ya ha renunciado a muchas cosas. Cualquier cosa, y me aseguraré de que se haga a su gusto señor. Le juro que estoy absolutamente comprometida con esta asignatura y con mi educación, señor —manifiesto. Me arrimo al borde de mi asiento y me inclino hasta las puntas de los pies mientras le suplico.

El señor Keats asiente ligeramente , apenas lo suficiente para que me dé cuenta. Deja que su lengua rosa ruborizada le recorra el labio inferior mientras me escudriña con una mirada escrutadora. Desvío la mirada, sintiéndome como un insecto que él está decidiendo aplastar bajo el peso de su zapato. El señor Keats se aclara la garganta una vez más y se reclina en su asiento—. Señorita Sinclair, no aceptaré ninguna forma de impertinencia o desobediencia, o que no haga exactamente lo que se le dice. ¿Me he explicado bien?

—Sí, señor —susurro, sintiendo que algo malo va a pasar. —Levántese —ordena. Me incorporo de un salto, poniéndome rígida y recta. Su voz se hace más profunda, como bombillas que estallasen sin previo aviso, cubriendo la estancia con sus peligrosos fragmentos—. Quítese los zapatos. Míreme. No mire nada más en esta habitación. Sus gruñidos de barítono envían un cubo de agua helada a mi torrente sanguíneo. Sin saber lo que tiene preparado y sin querer fallar, hago lo que me dice.

Me saco las zapatillas negras, mantengo la mirada fija en sus ojos negros como un pozo negro del espacio exterior. —Suéltese el pelo —indica. Cada palabra va acompañada por un vistazo conminador. Me siento mal pero hago lo que me dice.

Deshago la coleta y dejo caer mi larga melena color chocolate sobre los hombros y la espalda.

El señor Keats se echa hacia atrás en su silla, dejando que sus largas piernas se estiren mientras tantea el largo cordón de sus pantalones.

Conteniendo el gemido que llena mi garganta hasta el borde sólo miro sus ojos. Negros, sin alma, como los de un halcón.

—Quítese la camisa —añade. La orden hace que mi corazón se estremezca. Nadie me ha visto nunca desvestida. Nunca he salido con nadie, ni siquiera me han entrado mientras me cambiaba. Acabo de cumplir dieciocho años, pero la mayoría de las chicas ya han tenido al menos un novio y se han dado su primer beso. Aquí estoy yo, desvistiéndome ante mi profesor para asegurarme de aprobar su clase antes de llegar a experimentar nada de eso.

Sabiendo que no tengo elección, al menos no una real, hago lo que me dice.

Cogiendo el dobladillo de mi camiseta rosa lisa y tirando de ella sobre mi piel desnuda, dejando al descubierto mi bajo vientre, luego mi ombligo, mi caja torácica y finalmente mi pecho.

Mis brazos se deslizan hacia fuera mientras saco la cabeza y coloco mi camisa en la silla detrás de mí. Mi sujetador blanco queda a la vista y mis pechos se desbordan por encima.

Hace tiempo que sé que necesito ropa nueva, pero no me la puedo permitir. Erik no debería pagar por esas cosas.

El señor Keats aspira con una respiración corta y aguda al verme, se baja el pantalón de deporte hasta las rodillas y se mete una mano en los calzoncillos a cuadros. Mantengo la compostura, mirándole fijamente a los ojos y sin atreverme a mirar ninguna otra parte de su cuerpo. —Desabróchate el sujetador y dámelo —dice, pasando a tutearme.

Parece que le duele, puedo oír el chirrido de la silla por las sacudidas que está haciendo. Llevo los dedos a la almohadilla de algodón suave y muevo el cierre, desenganchando los tirantes y sacando las copas del sujetador de mi pecho. Los ojos del señor Keats siguen mis movimientos como si estuviera devorando cada centímetro de mi carne desnuda. Sus ojos están hambrientos y dispuestos a alimentarse de mí.

Dejando que mis brazos se deslicen fuera de los tirantes, me quito el sujetador por la mitad. Mis pechos caen ligeramente hacia abajo y mis pezones se endurecen con el cambio de temperatura.

Me inclino hacia delante dejando que el señor Keats me quite el sujetador de las manos y veo cómo se lo lleva a la nariz. Inhala profundamente, como si mi sujetador oliera a galletas recién horneadas. Quiero cubrirme.

Quiero cruzar mis brazos alrededor de mí y bloquear su vista, pero estoy demasiado asustada.

—Los pantalones —pide con un gesto. Su voz tiembla junto con él, todo su cuerpo está agitado. Nunca lo he visto, pero sé lo que está haciendo. Parece que se está atacando a sí mismo. No sabía que los hombres lo hacen de forma tan brusca.

Le obedezco, desabrochando el botón de mis vaqueros y tirando de la cremallera para liberarla; sostengo su mirada, siendo absorbida por el agujero negro. Dejo que mis tejanos caigan hasta los tobillos y me desembarazo, dándoles una patada hacia atrás.

Mis gruesos muslos parecen centrar su interés. El señor Keats se muerde el labio inferior mientras se pega a mí.

De pie ante él, en nada más que mis bragas de lunares verdes y azules, me aspira.

—Quítatelas —gruñe, con el rostro tenso y con aspecto enfadado. Me permito tomar un muy necesario respiro mientras engancho mis pulgares y dejo que mis bragas se deslicen hasta mis pies. Haciendo lo mismo que antes, las pongo detrás de mí. De pie, completamente desnuda, el señor Keats lanza otro gemido al ver mi joya desnuda. Se pasa la lengua por el labio inferior y sus ojos me recorren ávidos. Noto su mirada pegajosa y viscosa, una atención molesta.

—Sube la pierna al escritorio —sisea, tirando de sí mismo con una velocidad que parece dolorosa. Levanto la pierna dejando que el arco de mi pie se mantenga en la esquina de su escritorio. Mi zona íntima siente la corriente de aire en la habitación mientras le permito mirar mi parcela más privada. Cuando lo hago, en el momento en que sus ojos se posan en mi entrepierna de color rosa, puedo ver cómo su cuerpo da un brinco y se paraliza. Se estremece violentamente y deja escapar un feo gemido que hace que un vil sabor se deslice por mis papilas gustativas.

Se sacude un par de veces más antes de suspirar aliviado, retirando la mano del calzoncillo y dejando caer la cabeza hacia atrás. No sé qué más hacer, así que me quedo quieta. Mi cuerpo desnudo se exhibe ante él, con la pierna levantada sobre su escritorio. Espero instrucciones. Su mano permanece abierta mientras coge dos pañuelos y se limpia. Cuando tira los pañuelos usados a la papelera, vuelve a examinar mi cuerpo.

—Aprobarás mi asignatura, di una palabra de esto a alguien y destruiré tu reputación. Vístete y vete —exige fríamente. Dejando caer la pierna me apresuro a cubrirme.

Haciendo un trabajo rápido con mi ropa, ni siquiera me molesto con el sujetador, meto los pies en las zapatillas y salgo a toda velocidad de la habitación y recorro el pasillo.

Cuando llego a su salón, cojo mi bolso y mi libro de texto antes de salir corriendo de su casa.

Quiero alejarme de él y de lo que acababa de hacer. Ni siquiera pienso en la parada del autobús o en la hora que es. Sólo corro.

Corro entre manzanas e intersecciones, el edificio y la gente no significan nada para mí.

Mi pelo ondea a mis espaldas, mi bolso golpea la parte inferior de mis hombros con cada paso, mis brazos cubren mi pecho para que nadie sepa que voy sin sujetador.

Corro entre la multitud y, transcurrido un tiempo, olvido por qué estoy corriendo. Cuando por fin me detengo, mis rodillas se doblan y golpean el duro e implacable asfalto.

Recuperando el aliento, casi me río al leer el cartel del establecimiento que tengo ante mí.

The Silky Bunny, rezan las letras que se iluminan en neón rosa y morado con el preceptivo sedoso conejito de blanco a juego saltando alrededor del cartel. Casualidad o no, me he detenido frente a un club de estriptís en una zona poco recomendable de la ciudad. Al recuperar el control y dejar que mi respiración se ralentice, oigo los pasos de alguien caminando a mi lado. —Hola, cariño, ¿estás bien? —una voz parecida a la de Fran Drescher me hace levantar la cabeza para ver una peluca roja como la sangre encima de una cara clara llena de maquillaje y un abrigo de piel apretado su diminuto cuerpo. Tropiezo y caigo sobre los codos.

—Oh, cariño, déjame ayudarte. Sus pequeñas manos me agarran por la cintura y me ponen de pie. Sus ojos color avellana recorren mi cara buscando signo de heridas. Saca su chicle y lo vuelve a meter—. ¿Estás colocada o algo por el estilo? —Nnn-no, señora, sólo estaba corriendo. Estoy bien. Gracias —le aseguro. Doy un paso atrás para alejarme de ella y de su empalagoso perfume de flores de cerezo.

—Cariño, nadie corre así sin razón. No me debes nada. Pero yo me dejaría ayudar. Entre nosotras tenemos que estar juntas. El poder de las chicas y toda esa mierda. Deja que te lleve a casa. Mira, mi coche está justo ahí. Toma esto —dice. Me tiende un plátano y me señala un Chevy de cuatro puertas de color marrón oxidado. Cojo el plátano, la sigo sin pensar y me subo al vehículo. Me pongo el cinturón de seguridad y le digo el nombre de mi calle. Mientras conduce, se presenta como Brittany Hicks.

—Cariño, sé que estás bien. Ya lo has dicho. Pero si necesitas hablar de ello, puedo prestarte oído. No te conozco, no me conoces. No es que vaya a contárselo a nadie aunque quiera, que no quiero. Llegamos a un paso de peatones y pude sentir el peso asfixiante de lo que acabo de hacer. La culpa es como una cadena alrededor de mi cuello y no sé cómo quitármela.

No sé si es porque siento que Brittany está tratando genuinamente de ayudar o tal vez sólo debido a que soy ingenua y crédula, pero se lo cuento todo. la muerte de mamá y que Erik me está cuidando. Le cuento lo mucho que trabaja y que no puedo suspender el instituto.

Lo mucho que me esfuerzo en mis estudios y cómo el señor Keats es lo peor. Le cuento todo. Cada detalle sobre lo que he pasado y cómo tenía que conseguir un aprobado y lo culpable que me siento.

Brittany era sincera la verdad cuando me ha dicho que iba a escuchar, porque lo hace. Cuando llegamos a la puerta de mi casa, me abraza. Me acaricia la espalda como lo haría una madre con su hija y me dedica una sonrisa fuerte y tranquilizadora.

—Bien, primero, esto no es tu culpa. Eres una joven inocente y él es un hombre adulto que se ha aprovechado de ti. Esto es culpa de él, no de ti. Eres muy fuerte por soportar esto todos los días— me asegura. Hace que la cadena se afloje y me da espacio para respirar.

—Sé que esto va a sonar a locura pero... cuando me pasó algo muy parecido anhelé el control. Lo hice siendo dueña de mi cuerpo; es un poco exagerado y tal vez no sea para ti pero me hice con el control, subí mi autoestima y gané un dinero loco como bailarina en The Bunny.

—¿Eres estríper? ¡Vaya!. —exclamo asombrada. He oído hablar del trabajo, pero nunca he conocido a nadie que lo hiciera realmente. Ella vuelve a sonreír y me mira de arriba abajo. —Tal vez quieres pensártelo. Podría enseñarte a trabajar en la barra y algunos movimientos de baile. Creo que te gustaría. Sobre todo después de ganar un buen dinero.

Parece muy segura y positiva. No quiero decirle que no hay manera de que pueda hacer eso. No puedo tener un trabajo normal y mucho menos uno como estríper: mi hermano me mataría. Me arrancaría el corazón.

Le doy las gracias y le digo que lo pensaré. Le agradezco diez veces el viaje de regreso y me despido de ella. Cuando llego a casa y recaliento la cena, como y me ducho.

Le dejo una nota a Erik para decirle que le quiero y que hoy le he echado de menos. Le doy las gracias por trabajar tan duro y le digo lo orgullosa que estoy de él.

Al caer en la cama me río pensando en qué clase de bailarina sería. Agradezco sinceramente caer profundamente dormida.

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